Sus restos reposan en la basílica del Pilar de Zaragoza, cuya Archidiócesis ocupó un cuarto de siglo, pero su sombra discreta y cordial frecuenta ya la cuesta de San Sebastián y las calles y templos palmeros donde surgió su vocación y se ganó amistades y afectos para siempre; las aulas del Seminario y la Universidad lagunera donde "aprendió y enseñó religión"; los círculos cultos en los que brilló su formación y dialéctica, y los católicos, que estimuló con los postulados renovadores del Concilio Vaticano II en unas islas y unos tiempos de activo e inflexible integrismo.

Contra poderosas voluntades -desde los órganos franquistas a los prohombres de la mitra- Pablo VI lo nombró obispo titular de Mulli y auxiliar de Oviedo, y allí dejó señales de su talento y cercanía con los débiles. Y, con el encargo y aval de su amigo el recordado cardenal Tarancón, pasó por numerosos cargos del poder católico en una etapa de firme y necesario progresismo; secretario general entre 1972 y 1977, titular de la Comisión de Enseñanza entre 1978 y 1987, vicepresidente de la Permanente del Episcopado entre 1987 y 1993 y presidente de la Conferencia Episcopal desde ese año al último de siglo XX.

A la vez que impulsó una brillante acción pastoral y un vasto plan de restauraciones -desde el Pilar a la Seo aragonesa, entre otras obras- y de puesta en valor de su notable patrimonio, prestó impagables servicios a la Iglesia y la sociedad española, en tanto consolidó y mejoró sus relaciones y estableció puentes gracias a su prudencia, diplomacia y carácter dialogante. Tuve la satisfacción del paisanaje de oír a personalidades tan opuestas como Manuel Fraga y Alfonso Guerra, Gabriel Cisneros y Fernández Ordóñez elogiar su talante negociador, su respeto a las posiciones ajenas y su flexibilidad para salir de los atolladeros.

Como aportación final a la Virgen de Las Nieves, cuya capellanía llevó con honor, recuerdo su radiante discurso en las Fiestas Lustrales de 2005, donde, una vez más, cimentó el credo con la razón y la piedad con la cultura y culminó con unos modestos versos que tomó prestados: "Semilla de la paz y la armonía, entraña de la fe crucificada y la resurrección de la alegría". Don Elías Yanes ya entró en esas risueñas estancias.