En una de mis habituales escapadas de fin de semana, buscando intencionadamente salirme de las rutas de tráfico más concurridas, a menudo me doy de bruces con un restaurante popular, entiéndase esta última expresión como que los precios suelen ser más asequibles a la mayoría trabajadora, ajenos por tanto de las presuntas filigranas culinarias que se ofrecen en otros señalados lugares, donde para conseguir mesa tienes que reservarla previamente, para luego adentrarte en un mundo de sifones, sopletes gratinadores, ahumadores de alimentos, esferificadores, máquinas de moldear pasta fresca y un etcétera de aparatos que sólo sirven para gastar dinero y luego arrimarlos en un rincón del mueble de cocina, con lo que finalmente te decantas por un potaje de la tierra o algún que otro guiso de origen canario, nacidos en su día de la precariedad de buscar alimentos en tiempos de racionamiento y escasez.

Pero volviendo al comienzo del citado hallazgo de un rincón asequible, el azar me llevó a las medianías de Icod hasta un local que tenía como letrero el sustantivo: "paraíso". Curiosamente, justo al lado opuesto de la carretera, se agolpaban múltiples cabezas con los cachorros enterrados hasta las orejas, esperando turno de mesa mientras hablaban -gritaban, más bien- de forma estentórea. Huyendo, pues, del mundanal ruido, me decanté por el citado edén y me acomodé en una mesa libre, de varias que estaban vacías de clientes. Un camarero acudió con celeridad y una vez pedida la comanda, cuando estaba disfrutando de la paz que me rodeaba, llegó un grupo formado por tres parejas y sus retoños, que de inmediato comenzaron a unir las mesas restantes para formar otra de mayores dimensiones. Conseguido el objetivo, ya acomodados, empezaron a pedir platos de la carta, al tiempo que los miembros del sexo fuerte -y gritón- se intercambiaban bromas groseras y alguna risotada, porque siempre en cualquier grupo se destaca la figura del gracioso que quiere tomar protagonismo de inmediato, sin importarle la sensibilidad del comensal cercano. Pero esto forma parte del prolegómeno de la medida de lo que me espera. Baste que se reúnan en torno a la mesa y junto a un vaso de vino, no importa si es pirriaco o carrancudo, para que el volumen de decibelios comience su escalada triunfal hasta la cúspide del tímpano ajeno. De nada vale quejarte, porque los puntales te pueden dar un toque "patrás" y dejarte con los huesos hechos puré, ofendidos por tu gesto de incomodidad. Así que, con resignación, mi acompañante y yo sólo aspiramos a que les sirvan el plato principal para que se entretengan un rato en masticar sin pronunciar ningún otro desvarío verbal; que puede volverse más vehemente si mencionan los equipos estrella que dividen al país en dos españas. O eres de Messi o eres de Ronaldo, y no hay más. Con un poco de suerte y deglutiendo de forma más apresurada, consigues llegar al postre, que omites para no perder más tiempo. Y de inmediato pides la cuenta para dejar el campo germinado de decibelios lo antes posible, cosa que haces merced al camarero solícito que te la trae y cobra de inmediato. Con un suspiro de alivio, te levantas y te das prisa en marcharte, no sin antes desearles buen provecho al ensordecedor grupo y sales rápidamente, perseguido por la nube de decibelios que ya se han acomodado en tus maltratados oídos, y pones en marcha tu coche como un Fernando Alonso cualquiera para salir a toda pastilla del foco del despiadado ruido. Y justo al dar el primer volantazo miras por el rabillo del ojo al local del lado opuesto, en donde los que esperaban de pie por una mesa libre, ya se han despojado de sus cachorros, acalorados por el efecto del brebaje trasegado. Entonces, a la vista del gremio, sólo tienes una sola palabra para definir tanta reverberación sonora antiacadémica. ¡Gracias, Señor, por alejarme del decibelio rural, porque no hay ordenanza municipal o gubernamental que logre callarlos! Ni prometiéndoles un "merry" o una "piva" de regalo.

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