La gente no recuerda asuntos importantes de su vida como el nombre de su primera novia o el momento preciso en que descubrió que los Reyes Magos no existen. Son cosas que se olvidan, cubiertas de polvo, en una esquina de la memoria. Yo recuerdo exactamente cuándo dejé de creer en la justicia en España. Fue el día en que un tribunal condenó a dos concejales y a una funcionaria del Ayuntamiento de Santa Cruz a una pena de cuatro años de cárcel por hacer un parking público en suelo público y haber invadido unos metros la zona de servidumbre de Costas. ¡Cuatro años por hacer una obra pública! Un contencioso administrativo convertido en causa penal y con condenas de cárcel.

Me vino a la memoria la cantidad de viviendas millonarias que se adentran en el suelo de Costas. Grandes chalés que están construidos en el dominio marítimo terrestre, con sus garajes y su helipuerto, y que han sido legalizados sin el menor problema o permanecen intocables. Y pensé en cómo echaron por las bravas a la gente de Cho Vito. Le di vueltas a la evidencia de que hay una justicia para los poderosos y otra para los desgraciados; una justicia de oportunidad y otra de oportunismo. Y al final dejé de molerme la batata con todo eso, porque entendí que todo en nuestro país está contaminado por la maldita influencia mediática, por el deseo de hacer carrera política, por el qué dirán, por miles de servidumbres que nos contaminan en cualquier profesión. Y no iba a ser la justicia una cosa aparte.

Si me hubiera quedado alguna duda, el culebrón de la jueza Victoria Rosell y el juez Salvador Alba habría terminado de descreerme. Una jueza llamada para la política, que ficha como diputada por Podemos a la que se le monta una operación jurídica y política para destruirla. Un juez que graba conversaciones después de ser grabado por el empresario Miguel Ángel Ramírez. La jueza que regresa a su carrera judicial como si tal cosa, después de tanto hablar Podemos de las puertas giratorias. El juez que es procesado pero sigue ejerciendo. Magistrados conservadores que odian a los magistrados progresistas. Y viceversa. Jueces que militan en un partido o en otro, que ocupan cargos y ministerios y vuelven después a las togas como si nada hubiese ocurrido. El camarote de los hermanos Marx con puñetas.

La justicia es como la atmósfera. Cuando más asciendes, más se enrarece el aire y más difícil se vuelve respirar. Las influencias que se pueden encontrar abajo, en los juzgados ordinarios, es apenas perceptible. En cuanto empiezas a ascender en el escalafón te encuentras con una densa enredadera de intereses y efectos políticos que todo lo complican y lo envenenan. Y si subes mucho, el aire está tan enrarecido que es imposible respirar.

Estos días hablamos del caso de Antonio Morales, el presidente del Cabildo de Gran Canaria, al que la Fiscalía investiga sus años en el ayuntamiento de Agüimes. Aquí, en Tenerife, ha vuelto a reflotarse el caso grúas que afecta al alcalde José Alberto Díaz pero sólo como estación de tránsito hacia el verdadero objetivo, que es Fernando Clavijo. Los dos casos son similares. Viejos asuntos del pasado que quieren convertirse en bombas de relojería para el presente de dos políticos.

El caso grúas está llevado por una jueza de instrucción. Pero es tan llamativa la sed de justicia de la Audiencia Provincial de Tenerife, que parece estar dirigiendo el asunto por control remoto. Que detrás esté el presidente Clavijo, por supuesto, no tiene nada que ver. Seguro que la Audiencia se toma el mismo interés por cualquier asunto en cualquier juzgado. Y seguro que los informes de la Audiencia de Cuentas, como el que afecta a Antonio Morales, llegan por docenas a la Fiscalía. Seguro que debe ser así. Porque si no lo fuera, parecería que algunos quieren hacer carrera cazando piezas de caza mayor. No es lo mismo desplumar a unos pobres concejales, abandonados incluso por los suyos, que a un águila real o un cernícalo grancanario.

La guerra es la continuación de la política por otros medios, decía Clausewitz, un agudo militar incapaz de ganar ninguna batalla. La justicia de hoy es la guerra de ayer. Existen expertos en el montaje de escenografías jurídicas que se han convertido en los más valiosos colaboradores políticos. Con la inestimable ayuda de los medios de comunicación, la mierda se arroja a las aspas de los ventiladores para que vuele en todas direcciones. Y ese es el olor de la vida que leemos. Un olor tan democrático que ya se puede decir que todo y todos huelen a lo mismo.