Hace pocos días dialogaba en Twitter con el filósofo David Cerdá García, de quien siempre aprendo, y me recordaba que una cosa es el "nadie es más que nadie", refrán castellano que utilizó Antonio Machado en un célebre discurso para aclarar que "por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre", y otra distinta sostener que todos los hombres son iguales, en el sentido de uniformidad absoluta. Porque si se difumina esta importante diferencia, ¿cómo admirar al otro si resulta idéntico?

Porque ahora que campea hegemónicamente el culto a la igualdad, pienso que no está de más fijar la atención sobre sus posibles absolutizaciones. Y me parece que el in medio virtus -que resume el dictum de Aristóteles "la virtud se halla en el centro"- afecta también a esta importante cuestión. Porque si la igualdad por defecto resulta una injusta asimetría, la igualdad por exceso deviene en asquerosa uniformidad que acerca a lo monolítico, al monocolor, a la sociedad uniformada y fácil de manipular, a la ausencia de la preciosa pluralidad.

Para el pensador francés del siglo XIX Alexis de Tocqueville, la justicia era la unión de la libertad y la igualdad; por ello, supo ver bien los peligros de la exacerbación perversa de la igualdad que atenta contra la misma libertad: el igualitarismo. Excesos que siguen presentes hoy: ¿por qué toda la enseñanza tiene que ser pública?, ¿por qué solo puede ser privada la de las personas con recursos económicos?, ¿no resulta evidente el riesgo de que el poder -el político de turno, la moda intelectual- uniformice a los alumnos y los adoctrine, como ocurre en los estados totalitarios? Tocqueville, con cierto deje de amargura, anotará en "La democracia en América": "Habían querido ser libres para hacerse iguales, y a medida que la igualdad se establecía se les hacía más difícil la igualdad".

Hay que superar la confusión de la igualdad con la uniformidad. "Uno de los males morales de nuestro tiempo es lo mucho que nos cuesta admirar", rezaba el tuit de David Cerdá. Porque recuperar la capacidad de admirar nos abre a un mundo lleno de colores, y nos libera del individualismo contra el que tanto batalló Tocqueville, así como contra su consecuencia fundamental: el afán de bienes materiales. Este pensador francés lo atisbaba como nefasta pasión dominante: "Rinden un culto magnífico a la materia y parecen querer sobresalir a cual más en el arte de embrutecerse", escribía sin remilgos.

Admirar es ser feliz con lo bueno de otros como si fuera propio, y entonces se aprende y se mejora continuamente. Admirar es observar el mundo con alma de niño, con alegría de infancia, y con personalidad adulta que supera los desencantos sin resentimiento. La admiración es la mejor vacuna contra el narcisismo, es salir de la prisión del egoísmo, es capacidad de amar, pues no se puede querer sin hacer intimidad nuestra de lo que embellece a otra persona.

Mirar al mundo con asombro, sin estar de vuelta, sin cansancio, sin sospechar de que en toda estructura se esconde la sombra de un poder o la corrupción: esto es admirar. También, entender que las sombras existen porque hay luz, y no al revés; que las personas se mueven por amor, aunque no todas y no siempre; saber que existe el bien, la virtud, el heroísmo, la santidad, pero también el mal: por eso se lucha para atesorar una ética personal firme.

El poeta Jesús Montiel resume genialmente en unos versos de su poema "Niños perdidos" el peligro de sobredosis de igualdad que siega de raíz el asombro y la admiración: "Y de pronto, nacidos en una edad sin guerras / arrojados al tiempo y al asfalto / nos llenaron de ropa y golosinas / y en cada habitación una pantalla / quitándonos la risa del columpio".

Admiro el mundo plural; y detesto la uniformidad.

@ivanciusL