A parte de novelas y relatos excelentes, y de ensayos memorables, se le deben a Luis Alemany Colomé algunas invenciones inolvidables propias de un sarcasmo al que nunca ha renunciado tampoco para referirse a nosotros, sus colegas menores, como yo mismo. En esta ocasión el sarcasmo tuvo que ver con un profesor de universidad, de la Universidad de La Laguna, que persistía en no asistir a clase. Dijo de él Luis: "Ha inventado la Educación a Distancia".

Cristina Cifuentes, la presidenta de la Comunidad de Madrid, ha reinventado la disciplina. Aprobó un máster que no hizo, yendo a unas clases a las que no acudió, yendo a un examen que no se celebró, ante un tribunal que tampoco se desplazó aquel día de verano en el que, según ella, había defendido el dichoso máster.

El asunto, que no tiene ni un mes de vida, ya ha dado la vuelta al mundo, transita ahora por los tribunales y ha llevado ante la justicia a unos y ha suspendido de sus tareas docentes a otros, todos ellos bajo el estigma de haber defraudado la confianza de lo público, pues la universidad a la que sirven (?) o servían (?) depende del erario público. Los adversarios de Cifuentes se han movido para ridiculizarla, y bajo cuerda, sin que sus nombres aparezcan, consta (le consta a este corresponsal, incluso) que sus propios compañeros están hartos de hacerla aparecer como lo que no es: una persona que ha invertido honestamente la confianza que depositaron en ella ciudadanos y universitarios.

Para levantar ahora el prestigio de Cifuentes como servidora pública (en este momento sigue siendo presidenta de la Comunidad de Madrid) hacen falta tantas poleas como las que ahora se precisarían para alzar la deteriorada imagen de la pobre Universidad Rey Juan Carlos, la que acogía el máster más falso de la historia. La crónica de los hechos salpica ahora incluso a altas instancias del Estado, y también a jóvenes aguerridos del Partido Popular, como el portavoz Pablo Casado. Ante la sospecha de que él mismo hubiera hecho un máster falsificado, sacó tiempo de sus multiplicadas ocupaciones y sacó de sus cajones las calificaciones y otras circunstancias de sus propios y numerosos másteres. Entre otras cosas, para decir que él lo ha hecho mejor que su compañera.

Su audacia le ha traído graves contratiempos, pues entre otras cosas se ha sabido que de 22 asignaturas que tenía que haber cursado le convalidaron dieciocho, un porcentaje que, además, le permitía no tener que ir a clase, reinventando así él mismo aquella educación a distancia que tanto jugo nos dio a nosotros cuando celebrábamos la ocurrencia de Alemany en la vieja Universidad de La Laguna.

Lo cierto es que en el rebusque al que ha sido sometido Casado se encontró, además, que uno de los numerosos másteres o estudios suplementarios que al parecer había acreditado se encontró con uno que había dicho que tuvo su sede en Harvard, la famosa universidad norteamericana, cuando en realidad lo cursó durante cuatro días en Aravaca, un barrio de la periferia de Madrid.

La vergüenza que ahora se arroja sobre la palabra máster daña no sólo a Cifuentes, a Casado, a sus profesores fraudulentos y, sobre todo, a la universidad que lleva el nombre del rey emérito. Daña a la universidad pública española, que ya bastantes quebrantos sufre en su financiación y en su autonomía como para permitirse una raya más en su piel sufriente.

Y lo que yo me digo, ante tanto desmán y ante tanta impostura de estos inventores de la educación a distancia, que ni iban a clase ni se examinaban, ¿para qué demonios necesitaban tantos títulos, a quiénes engañan con títulos cuando lo importante es saber? Saber, qué simple y qué nutritivo, como degustar los sabores de la ciencia que transmiten en directo profesores en las aulas.