La opinión no es un delito, aunque las ideas sean peligrosas. Gracias a ellas dejamos de estar sentados alrededor del fuego de la tribu comiéndonos los mocos. Con las ideas hicimos el mayo del 68, después de hacer la rueda. Decía Jean Francois Revel que el mundo lo mueven tres fuerzas: las mentiras, el sexo y el poder; pero en realidad lo mueve el pensamiento colectivo, que es la suma de ideas de mucha gente. Eso es justamente lo que quieren controlar las modernas democracias que se vuelven cada vez más totalitarias.

Aunque no exista la policía del pensamiento, vamos proa al marisco. A las pruebas me remito, con el bochornoso espectáculo de la final de la Copa del Rey, en donde la Policía Nacional obligaba a desvestirse a quien llevara camiseta amarilla en apoyo a los presos independentistas encarcelados. Y lo que es peor, alguna buena gente lo defenderá como un mal necesario.

En este país se empezó a legislar contra la opinión -es decir, contra la expresión pública de las ideas- cuando se estableció que decir algo a favor del terrorismo constituía un delito de enaltecimiento. Luego se ha ido ampliando el paraguas de la protección jurídica contra las opiniones adversas, abarcando también a las víctimas de los terroristas y sus familiares, a la Jefatura del Estado o a las fuerzas de seguridad. Y anda que te anda, algún día alguien interpretará que el Gobierno y las sagradas instituciones de la democracia, como los parlamentos o los ministros, deben estar blindadas contra las descalificaciones.

La detención del activista tinerfeño Roberto Mesa, por sus opiniones en redes sociales, es impresentable. Tanto como su conducta pasada con una fotógrafa de un medio de comunicación, a la que zarandeó e impidió realizar su labor en una protesta de la que sacaba fotos. Aunque él no respetase la libertad de expresión de los demás, los demás tenemos la obligación inexcusable de defender la suya. Las redes están llenas de furia y odio, pero es su derecho. Y el nuestro es no leerlo, si no estamos de acuerdo con ese breviario electrónico de titulares chuscos.

No puede ser que en este país sigamos persiguiendo de oficio a raperos y tuiteros porque hayan expresado ideas radicales o insultos subidos de tono. Quien se sienta injuriado, que los denuncie. Y que lo paguen caro, si se han pasado. Pero el Estado no puede convertirse en el censor de oficio de unos ciudadanos frente a otros. La libertad de pensamiento no puede tener límites. Y mucho menos fijados por el guardián de las ovejas.

Haciendo mía una frase sobre la libertad de prensa en América, podríamos decir que si creemos en una sociedad libre, debemos asumir y aceptar que alguien será alguna vez irresponsable. Pero si a través de leyes obligamos a todos a ser responsables, entonces es seguro que nadie será libre. Y es justo a donde vamos.