Tomad con calma y humor negro la carta de un condenado por abuso sexual que proclama su inocencia. Se trata de Antonio Manuel Guerrero que, para riesgo de los vecinos de Pozo Blanco y afrenta de la Guardia Civil, perteneció a este cuerpo y goza de triste fama por pertenecer a La Manada, panda de degenerados que anunciaba y comentaba sus fechorías públicamente.

Animado por la arrogancia de un abogado defensor que pasó del anonimato a vivir en los platós, por la notoriedad de ciertos alegadores y el apoyo de foros y grupos de WhatsApp, el abusador -condenado en primera instancia- usa como único argumento de la misiva publicada en La Tribuna de Cartagena el voto particular de Gerardo González. Su curiosa interpretación de los hechos -doscientos y pico folios de mala prosa erótica- fue tan legal y ajustada para el estamento judicial como reprobable para la mayoría social, que la critica por ofender la dignidad de la víctima y por la delectación sicalíptica para exculpar a cinco abusadores, según decidió la mayoría del tribunal.

Es lamentable que los poderes del Estado, cuyas relaciones fueron fluidas y chirriaron en temas trascendentes, colisionen en un delito que repugna a la mayoría de las conciencias; y, respetando las libertades personales, ahí no incluimos al señor González ni a los favorecidos en su, estimamos, recto proceder; entre ellos el guardia civil Guerrero que, aprovechando el ruido, clama por su inocencia, con otro juicio pendiente por hechos parecidos en la localidad cordobesa donde prestaba servicios.

Con un cinismo escalofriante y en tono chulo ataca a profesionales del periodismo y medios que relataron la brutalidad degenerada con que actuaron y se pronunciaron antes, durante y después del abuso colectivo, y destaca -le debe todas las gratitudes- la honradez de "un juez al que todo el mundo critica menos el mundo de la judicatura" y habla de la inconveniencia de legislar en caliente. Desde luego, los delitos contra la mujer en este país con tantas asignaturas pendientes deben tratarse con toda la frialdad posible, con la objetividad deseable y con la voluntad ejemplarizante en el castigo para erradicarlos de nuestra vida diaria. Y mientras, con lo que hay, que el guardia civil y sus cuatro compinches paguen en proporción al daño causado y, después, se rediman socialmente si pueden y quieren.