Dice la vida, con su voz paradójica, que no queremos que nadie sufra, pero que cuando hemos sobrellevado un dolor, nos ha servido para madurar y hemos aprendido mucho, como expresó admirablemente Ortega y Gasset: "No se dude de ello: en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos". Y esto me recuerda la queja de Vicente Verdú sobre lo mal preparados que salen para la existencia los jóvenes, tras su educación familiar y escolar: "¿Qué sucede cuando no nos dicen una palabra sobre el sentido del sufrimiento?".

Para abordar esta cuestión me serviré del libro "Sucederá la flor" de Jesús Montiel, donde narra autobiográficamente lo que él aprendió durante los dos años de tratamiento para superar la leucemia al que fue sometido uno de sus hijos con tres años de edad: "Érase un niño enseñando a su padre a nacer".

Comienza rebatiendo la afirmación de que no hay purificación en el dolor ni elevación, afirmando que, para sostener esto de modo tan tajante, hace falta poseer mucha fe. Porque la visión materialista-utilitarista con la que se escribe esa sentencia supone una creencia; tan fuerte como la creencia de quien piensa que "el niño enfermo duerme en la cuna del dolor. Lo mecen las oraciones que sus padres, cada noche, pronuncian en silencio", como escribe este poeta granadino.

Además, con una escritura lírica y metafórica, deudora de Christian Bobin, el escritor español apuntará: "Entonces comprendí cuál debía ser mi postura frente al dolor. Debía permanecer así, delante de la puerta, y hacerlo sin abandonar el espionaje de la luz. Hablo de la esperanza". Y concluye: "La esperanza fue tu verdadera sangre, la verdadera quimioterapia". Y como la esperanza nace del amor, también aclarará que "los niños enfermos en un entorno amoroso tienen mejores finales. Es algo poco científico, pero sucede. El amor es medicina. El amor ha crecido tu pelo nuevo donde enredo unas manos nuevas que saben abrirse para rezar".

Por ello, este escritor nos hace entender, como escribe Erika Martínez en el prólogo de su libro, que "ser hombre se vuelve compatible con una afirmación serena de la propia fragilidad". Montiel ha aprendido en la escuela del dolor a amar con prisa, y en el detalle pequeño y cotidiano: "El amor florece en la quietud, es hacer lo mismo todos los días muchas veces". En definitiva, nos vacuna contra el individualismo, contra el sueño de una autonomía absoluta en el que, luego, al advertir el dolor que acompaña a toda existencia, el ser humano se convierte en personaje frío, escéptico y desencantado.

Otro de los saberes del padecer, consistirá en una nueva relación con el tiempo: Montiel ya no lo dividirá entre pasado, presente y futuro, porque ha comprendido que la enfermedad deshace ese modo de abordar lo temporal para regalarle "el tesoro del ahora". O sea, atender el momento presente, el único real con el que podemos construir o destruir, el que puede ser tiempo de amor perdido o tiempo de oro invertido maravillosamente.

También aprenderá a mirar el universo con unos ojos más espirituales y, entonces, advertirá la necesidad de la propia mejora personal para no desentonar con ese mundo nuevo: "Tu pelo se caía al mismo tiempo que el futuro. Del mismo modo que tu cabeza se iba quedando pelada con el paso de los días, Dios limpiaba el polvo que cubría mi vida. Aquello que le sobraba". En consecuencia, el poeta habrá redescubierto la realidad inmaterial y mística que nos envuelve, la cual, en lugar de asombrarnos y dar sentido a la vida, podría resbalar invisible: "Aquellos quince niños calvos que encienden la ciudad en la séptima planta de un hospital, su verdadero alumbrado".

"Dadme para mi vida / todas las vidas, / dadme todo el dolor / de todo el mundo, / yo voy a transformarlo / en esperanza", canta Pablo Neruda: un aprendizaje fundamental.

@ivanciusL