Nunca me sentí canario hasta que volé fuera de la jaula. Vivir lejos de las islas me puso sobre aviso ciertas diferencias peculiares. Del acento con el que pedía una cerveza y causaba sonrisas. Del ritmo distinto con el que me movía por el espasmo de la gran ciudad. Nunca sabes lo que eres hasta que te ves con los ojos de los extraños.

Mucho más tarde, ser canario era sentir que se rompía algo por dentro en un concierto lejos de casa de Taburiente o Los Sabandeños. O escuchando a Caco Senante tocar una guitarra en las madrugadas interminables. O el silencio en la mesa cuando de fondo, sin venir a cuento, se escuchaba en la radio a Dacio cantando una folia.

Para sentirse canario hay que mirarse desde fuera. Hay que cultivar la nostalgia y echarse de menos. Abrir una ventana e imaginar la espuma de las olas en vez de un mar de tejados, azoteas y cristales. Hay que sentirse maravillado por ver una ventisca de nieve azotando las farolas y el asfalto de charol. Hay que bajar al metro por primera vez sin que se te note la cara de asombro provinciano. Y caminar entre los rascacielos haciendo como que no te hacen diminuto. Y mirar la niebla sobre el Támesis. Y ver los puentes que cruzan el Hudson. Y las olas rebotando con furia en el Malecón. Y sentir que el mundo es una isla interminable llena de rincones que nunca vas a ver.

Ser canario era saber de dónde habías venido. Conocer el camino de regreso. Había que volar por los sótanos de Aurrerá y las esquinas de Malasaña. Brindar por un país lejano en los tugurios de Salamanca. Saludar el mediterráneo oscuro en el viejo Moll de la Fusta, mucho antes de que las olimpiadas se pensaran. Ir de aquí para allá sabiendo que tenías un lugar en donde estaban plantadas tus raíces. Un lugar en el que nunca pensaste. Un sitio que nunca sentiste. Hasta que te fuiste lejos.

Ser canario entonces era peculiar. Un mundo sin reloj en el que nadie tenía prisa y los coches no usaban el claxon. Donde quedabas con la gente en el mismo lugar de siempre sin necesidad de llamar a nadie por aquel teléfono de baquelita. Donde llamabas a las puertas de las casas de nuestros pueblos, que estaban siempre abiertas, pero por las que nadie entraba sin permiso. Donde el mar y el monte eran nuestros y aún no nos los habían robado, los que dicen que nos representan, para protegerles de nosotros.

Ser canario no era ser mejor que nadie. Ni falta que hacía. Era ser de una manera que poco a poco dejará de ser. El mundo quiere que hablemos, vistamos y pensemos de la misma forma. Ir y volver ya no es una aventura, sino lo cotidiano. Hemos cambiado. Y sin embargo, sólo tienes que estar al otro lado del mundo y escuchar un "ñosss, mi niño" para que salga el sol.