Mariano Rajoy cayó como aquel cadáver que describe César Vallejo en uno de sus más dramáticos y bellos poemas. Cayó una vez y siguió cayendo. Fue una caída irremediable, de la que él fue a medias culpable y, seguramente, a medias inocente. Hicieron con su partido lo que les dio la gana, y ellos, esos descuideros, fueron culpables en grado sumo del descrédito actual del Partido Popular. Pero él consintió esos descuidos, e incluso los apoyó, conmiserativamente, en sede judicial. Fue un exceso de cuidado de los forajidos de su entorno, y ahora aquellos polvos etcétera.

Lo cierto es que Rajoy ya no está, cayó, y basta ver las hemerotecas más recientes para saber que era una muerte anunciada, como la de aquel cadáver, ay, de César Vallejo. "Y siguió muriendo?". Cuando se supo la sentencia del caso Gürtel ya los periódicos le señalaron el fin como altamente probable: "Condenado el PP; amenazada la continuidad de Rajoy", tituló El País a la mañana siguiente del primer pinchazo judicial en toda la cresta del partido del Gobierno. Al primer pinchazo siguió el primer error de comunicación del otrora diestro equipo de blindaje público del PP.

En ese momento, cuando parecía lógico que el Gobierno y el partido hicieran acopio de su viejo argumentario (hay que defender las sentencias judiciales, pase lo que pase), desde el presidente Rajoy al último mono del PP, excepto Andrea Levy, que expresó sus disculpas a la ciudadanía por la vergüenza que suponen los forajidos de Gürtel, se lanzaron contra la sentencia y contra los que consideraron al presidente del Gobierno cómplice de tamaño dislate.

Lo que pasó luego fue aún peor. El PP consideró que debía considerar la sentencia como no dictada, por el simple hecho de que aún no la hubieran corroborado y sellado otras instancias superiores. La sentencia tenía un lunar que Rajoy ya usaba en una solapa que no quería usar: los jueces consideraron que sus declaraciones en sede judicial carecían de credibilidad. Su defensa (la suya personal y la que hizo de sus viejos colegas, ya defenestrados) se resquebrajó y dejó al líder conservador en cueros vivos.

Pasó algún tiempo de estupor, en todas partes, también en la ciudadanía, y entonces el Partido Socialista de Pedro Sánchez se lanzó al ruedo. La moción de censura tenía un recorrido difícil, porque el PSOE dispone de una exigua cantidad de escaños, muchos menos que el PP, y recolectar apoyos le resultaba altamente costoso. Pero ni el PP ni sus acólitos mediáticos entendieron el creciente malestar de la sociedad, reflejado, como resulta natural, en los escaños del Parlamento. A medida que fue creciendo la indignación popular, el PSOE y Pedro Sánchez se fueron haciendo más fuertes. Y miren lo que ha pasado.

Lo más patético de la escenografía que ha llevado a Rajoy a la desgracia y a Sánchez a la esperanza y a la responsabilidad de gobernar tuvo efecto la noche en que ya se había vendido todo el pescado. Las penas con vino (whisky, en este caso) son menores, ya se sabe, pero luego viene la resaca. Rajoy se fue con los suyos a un restaurante cerca de la Puerta de Alcalá, regó su incertidumbre, y su pena, con escocés de calidad, corearon (lo cantó el ministro Íñigo de Vigo, el que ensayó con vigor cristiano el himno de la Legión en Málaga) el himno asturiano, y hasta ocho horas después ni el presidente ni sus seguidores en esa francachela no sintieron que tenían que volver a sus casas, ya que en el hemiciclo se había quedado todo visto para sentencia.

Fue patético y contraproducente. De hecho, podría interpretarse que la escueta (y caballerosa) despedida que ensayó Rajoy ante la cámara suponía una muestra de arrepentimiento de lo que sucedió la noche anterior. Quién sabe. Lo que ocurre ahora es que ya Rajoy, caído, es incluso incómodo para los suyos. Y su partido también está que pide auxilio. Sánchez, en cambio, por quien nadie apostaba nada, ya juró ante el Rey, es el rey del mambo. ¿Albert Rivera? Ah, Albert Rivera. Ahora es el suplente de todo, no tiene ni titulares.