¡Qué sorprendente! En una reciente entrevista a El País, el gran filósofo europeo Jürgen Habermas elogia a un político, Enmanuel Macron. Yo me sumo a esa admiración, concretamente por el hondo respeto hacia el pluralismo que manifiesta reunirse con la Conferencia Episcopal francesa, y por su sinceridad intelectual: "Para encontrarnos aquí, esta tarde hemos tenido que desafiar a los escépticos de cada una de las dos orillas. Y si lo hemos hecho es, sin duda, porque compartimos el sentimiento de que la relación entre la Iglesia y el Estado se ha deteriorado y que nos importa repararla".

Porque, efectivamente, hay que enfrentarse intelectual y políticamente al escéptico y derrotarlo. A aquel que, en su decepción por la verdad, no puede confiar en que existen muchos modos de afrontar un problema. Al que, por ello, no disfruta con las opiniones diversas y no busca la unión sincera con los demás para trabajar por el bien común. Cuánta falta hace revitalizar la búsqueda mancomunada del bien, y el rechazo del mal; porque sin bien ni mal, la sociedad deriva hacia la incomunicación absoluta. ¿No lo estamos padeciendo ya?

Emmanuel Macron puede dialogar y pedir, sin remilgos, la colaboración de los obispos franceses. Así, en su discurso, tras comenzar aludiendo al debate viciado sobre las raíces europeas cristianas, aclara: "Pero, después de todo no son las raíces las que nos importan, porque ellas podrían estar muertas. Lo que importa es la savia. Y yo estoy convencido de que la savia católica debe contribuir a la vida de nuestra nación". Y aún puede rematar su intervención afirmando que "la República espera mucho de vosotros. Espera, si me permitís decirlo, que le entreguéis tres dones: el don de vuestra inteligencia, el de vuestro compromiso, y el de vuestra libertad".

¿No sería maravilloso que en nuestro país se escuchara una propuesta similar? Pero para que suceda, hace falta mucho amor a la pluralidad; solo así aprenderemos a convivir creyentes y no creyentes sin dogmatismos, aceptando lo distinto como una realidad positiva nacida de la democracia y del amor a la libertad de cada conciencia.

En el fondo, la imposición fanática de una idea solo puede campear cuando un pensamiento alcanza una hegemonía cultural. En este sentido, en las sociedades secularizadas actuales, el peligro cae ahora del lado de los no creyentes. Y convendría tener cuidado con ciertos sesgos inquisitoriales: ¿por qué prohibir la elección de enseñanza religiosa en la escuela pública?, ¿por qué toda la enseñanza tiene que ser estatal?

Existe un criterio claro para evaluar el amor al pluralismo: buscar siempre lo que nos une con los distintos. ¿No es lógico que sobre un mismo problema y con un mismo deseo de que haya igualdad, existan cursos de acción muy diversos, como consecuencia de la maravillosa sociedad plural, heterogénea y democrática? Por el contrario, cuando se aprecian continuas microagresiones o cuando se dictamina quién sí y quién no actúa con pureza intelectual en determinadas declaraciones o actuaciones -como si la propia voz fuera neutra-, se ejerce un poder uniformador, y se acabará por tratar a muchos como enemigos.

Qué respeto a lo diverso manifiesta Macron: "Desde mi punto de vista, que es el de un jefe del Estado, un punto de vista laico, yo debo preocuparme de quienes trabajan en el corazón de la sociedad francesa, de que quienes se comprometen para curar las heridas y consolar a los enfermos, tengan también una voz en la escena política, y sobre cuestiones de la vida política nacional y europea. Es lo que vengo a pediros esta tarde, que os comprometáis en el debate político nacional y en el debate europeo porque vuestra fe tiene algo que decir a este debate".

Amar la pluralidad: se trata de trabajar para construir un espacio de convivencia y libertad, donde cada uno pueda tener convicciones propias, una cultura de encuentro con quien opina diferente, un tiempo de diálogo verdadero.

@ivanciusL