El procès catalán ha dado de sí, entre otras estupefacciones, algunos émulos de Houdini, el famoso escapista.

Puigdemont se escapó una noche, de los suyos y de todo el mundo, simulando que estaba celebrando la victoria de su equipo, el Girona, sobre el Real Madrid.

Había fallado a la hora de proclamar la República, se había recluido en su pueblo, entre la vergüenza estupefacta de los suyos, y desapareció rumbo a Bruselas, donde comió coles hasta que se fue a Suecia y recaló en la frontera alemana. Allí padeció prisión preventiva, fue sacado de ella con tremendo alboroto y ahora reside en Berlín, libre y dando instrucciones a Quim Torra, que lo sucede en el trono que él no honró en su día.

Es una locura que pasa por Waterloo, Bélgica, donde quiso instalar Puigdemont su gobierno en el exilio, y se asienta de nuevo en el Palau de la Generalitat, donde Torra, un extraviado tuitero, creador de una imagen horrible de los españoles, sigue sus mandatos como si su jefe de Berlín fuera el mismo Mesías.

Este honorable ha seguido hasta tal punto las instrucciones de su mandamás de Berlín que ahora lo acaba de imitar en una versión aún más refinada de Houdini, con motivo de los Juegos del Mediterráneo cuya inauguración debía juntarle con el rey de España y con el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez.

Para escenificar bien su desprecio a la Monarquía y a España, cosa que ha acreditado en sucesivos exámenes previos, se fue a Berlín, a evacuar consultas con su jefe. Puigdemont debió darle las instrucciones tomadas de Houdini sobre cómo desaparecer y estar presente a la vez, y él ejerció de anfitrión y lo contrario cuando el jefe del Estado apareció por Tarragona.

Es lo que hizo. Dijo en rueda de prensa que quizá no iría a ese encuentro con los gobernantes españoles, que el 1 de octubre de 2017 fueron cómplices de lamentables violencias policiales. Después rectificó al modo Houdini: iré pero un poquito. Ese poquito se vio en etapas sucesivas: esperó a Sánchez, a quien dejó en seguida presidir la comitiva que le diría hola al rey. Y reapareció después, entre bambalinas, para entregarle al monarca sendos libros sobre aquella barbaridad policial que recordarán los siglos (eso es lo que sugiere uno de los libros).

Y después el hombre que no iba a ir, porque había declarado su incompatibilidad, y la de los catalanes, con la Monarquía, reapareció en el palco, a tres pasos de Don Felipe de Borbón y Grecia. Caramaba, ¿pues era él? Sí lo era, charlaba con el presidente, de president a presidente, seguía las evoluciones de aquella inauguración presidida por aquel con el que había roto relaciones, e incluso aplaudió el himno nacional que otros de sus connacionales pitan hasta la exasperación (y de hecho allí lo pitaban los pocos congregados en la deslucida inauguración atlética).

Era Torra, pues, pero no era. Había ido, pero dijo que no estaba yendo. Este hombre tiene la mirada torva, como su quijada, que no se sabe a dónde se dirige. Tiene gustos poéticos excéntricos, se sabe de memoria muchas cosas de la poesía y de la historia, y por lo que se ve las ha extraviado, o las usa adrede para tergiversar e inutilizar la historia.

Viendo estas acciones recientes he acabado preguntándome si este Torra que se encontró con el rey sin haberse encontrado no será en realidad otra persona, o varias personas, que vive esa esquizofrenia entretenida de los que son una cosa y la contraria tan solo para sentirse menos solo en la vida. Yo qué sé, y es probable que Torra tampoco lo sepa.