La curiosidad por la humanidad y por la naturaleza de sus problemas (también de sus logros) viene determinada por lo que aprendemos desde que comenzamos a conformar y educar la mirada. Ver no es lo mismo que observar así como escuchar no es lo mismo que oír. Nuestra fisiología activa las luces de los sentidos y del pensamiento, no del pensamiento crítico. Parece obvio entonces que la educación nos hace ser lo que somos, pero la vida y su acontecer práctico que va a toda velocidad ataca al centro del "ser", o lo que es lo mismo, del hacernos, o conocernos, en favor del "tener". Minimizar la reflexión y lo que nos presentan como inútil porque hace perder el tiempo (lo que no se puede contabilizar, reducir a número) es propio de esta incierta época. Dicha reducción también se hace extensible a escuelas, institutos y universidades, sujetos a programas y cumplimientos que tienen por objeto educar en la eficiencia y no tanto en el conocimiento, con la compleja intención de hacer hombres y mujeres más libres. ¿Para qué sirve eso de pensar, para qué enseñarlo? Es preferible que gobiernos y máquinas piensen por nosotros, nos faciliten una vida más cómoda. Se trata de comodidad, rapidez, eficacia, y la rapidez es enemiga del pensamiento, al menos de ese pensamiento crítico que da forma a la mirada del que observa y ya no solo mira, que se nutre de la paciencia y del amor al saber.

La violencia, el fanatismo religioso, los nacionalismos excluyentes, la guerra, las tremendas desigualdades en un mundo global derivan de la anulación de la conciencia, que en el fondo viene determinada por la falta de una educación libre, valiente e independiente. Lo contrario lleva a una especie de un "no darse cuenta" o creer que lo que se hace o se dice es lo únicamente correcto. Así, la falta de educación despersonaliza, deshumaniza. Por eso, la cooperación, la capacidad de diálogo (ese "invento" de los griegos), la conciencia de responsabilidad individual y colectiva, dependen del sostén educativo. La casa, las personas, la calle, pero sobre todo, las escuelas, conforman gran parte de nuestro yo. Y es recomendable, diría que es nuestro deber, como si de un imperativo categórico se tratase, cuidar estas instituciones, siempre, y defender que sean públicas, de todos, porque una educación privada no crea mejores personas ni más inteligentes, sino mayores diferencias y privilegios.

Las escuelas están muchas veces atrapadas en leyes y programas educativos, moldeables según el partido que gobierne, enmarañadas en pedagogías efímeras que favorecen el progresivo menosprecio de la Filosofía y otras asignaturas de humanidades. La puntuación de todo (como las competencias y sus surrealistas baremos), las densas programaciones irrealizables, la desproporción de exámenes, hacen perder lo esencial: la creatividad, la reflexión, la captación del saber, el sentido de la libertad y de la conciencia democrática. Se deja espacio residual para la profundidad en los temas y, en este sentido, el curso se torna en una sucesión de datos, informaciones que los alumnos deben acatar, sobre todo de memoria, para obtener una puntuación sintetizada en número. "La memoria es buena si va acompañada de la reflexión y se usa como un medio para el saber y no como fin para obtener exclusivamente una determinada nota". No es de extrañar que los estudiantes olviden lo aprendido al salir del aula, pasen a otra cosa. Lo que necesitaban recordar les ha servido para pasar un "trámite", ya no les sirve para su vida.

Cualquier mañana el profesor se encuentra en el aula evidentes señales de hartazgo e insatisfacción, de poca atención a lo que se lee, se ve, se comprende o se dice. Lo más fácil es afirmar que los alumnos no estudian, y muchos no lo hacen, pero ellos no son los verdugos, sino las víctimas. El verdugo es el propio sistema educativo en tiempos donde el teléfono móvil es el gran escaparate que todo lo facilita y, a la vez, lo anula; atonta al personal. La parte perversa de las nuevas tecnologías es un modo de totalitarismo, como lo es también un gobierno que reforma leyes para evitar que los niños piensen. Es inevitable que los profesores debamos contar con la omnipresencia de los móviles y con el muro burocrático que lleva toda organización educativa, pero es conveniente que no perdamos el amor por el conocimiento, por enseñar, pese a todo. Deberíamos preguntarnos si podemos hacer algo para que los alumnos se interesen por la asignatura en lugar de acusarles de pasividad, de no tener cultura del esfuerzo. No es fácil y uno lucha contra sus propias contradicciones a diario. La vida ya no es la de hace veinte años. El goteo constante de información de todo tipo que reflejan las pequeñas pantallas los deja (también a nosotros) con una "inmensa memoria del olvido", como dice el profesor Emilio Lledó en su último libro ''Sobre la Educación'' (Taurus). Hay una especie de extrañamiento generalizado con todo lo que tenga que ver con el mundo que nos rodea, del que se es necesariamente miembro y donde uno muchas veces ya no se reconoce. La realidad es cada vez más escurridiza, se nos escapa de las manos. Se disfraza de una lógica que aplasta la duda.

En las puertas del verano, los chicos no respondían al ser preguntados por el libro que estaban leyendo. Solo se convertirían en lectores a cambio de dinero, según reconocieron al salir de la biblioteca de la Casa de Saramago, en la isla de Lanzarote. Para estos pibes, inteligentes y buenas personas, presos del móvil a todas horas, la mayoría desencantados y desconectados de la política, la biblioteca era un lugar extraño, demasiado silencioso, de objetos intocables e inútiles. Nada especial sentían por aquellos libros, observados como reliquias, necesitados del tacto lento, cercano, de lectura silenciosa... de amor. También pensé que el portugués podría ser el gato gris que dormitaba en la discreta cocina con olor a café. El animal estaba encima de una silla, deseoso de dejarse acariciar, como los libros que guardaban las estanterías de su biblioteca.

*Periodista y profesor de Filosofía