Mi amigo Pelicar me insiste muchas veces en que debería escribir más de las cosas cotidianas de la vida y menos de política; lo curioso es que el citado amigo forma parte de una tertulia -donde se habla de casi de todo, pero sobre todo de política-, por lo que me extrañó dicho comentario; pero para justificar su observación me razonó que él se divierte más cuando lee lo que cuento sobre las cosas sencillas y habituales que le suceden a los demás. Y viéndome reacio y para que no le pusiera más excusas, me contó una peripecia que le había sucedido la semana pasada con la intención de que la difundiera a través de uno de mis artículos.

Y quién soy yo para negarle a un amigo un deseo tan fácil de llevar a cabo. Pues dicho y hecho: La historia, para qué nos vamos a engañar, comienza con un susto y de los gordos; ya que para su cumpleaños, su familia le había hecho un regalo que a él le hacía mucha ilusión, como era asistir en Madrid al concierto que Hans Zimmer iba a dar en el Teatro Real. Además, le acompañaba su hijo, el cual había estado conspirando con el resto de la familia para sacar los billetes de avión y las entradas para el evento, cosa que no fue nada fácil, debido a la enorme expectación que había despertado en el mundillo musical y cinéfilo, ya que el concierto recogía las mejores bandas sonoras del genial compositor.

Pero como dice el refrán: el hombre propone y Dios dispone; y el día anterior a coger el avión, a mi buen amigo Pelicar -que ya retirado se dedica, entre otras cosas, a cuidar de su nieto más pequeño, como tantos abuelos y abuelas hacen-, le dio un dolor terrible en la región cervical que se le fue extendiendo por el brazo izquierdo y le llegaba hasta la pierna; según me contó, era tal el malestar que tuvo que sentarse porque se le paralizó medio cuerpo; y él, hipocondriaco donde los haya, se temió lo peor y no tuvo más remedio que llamar a la familia; la cual, fue llegando una tras otra y, contagiados de su pesimismo, llamaron a una ambulancia; ese fue el momento en que mi amigo empezó a pensar en el vuelo que tenía al día siguiente a Madrid, y comenzó a maldecir su mala suerte. Resumiendo: la cosa terminó en Urgencias y tras unas cuantas pruebas le diagnosticaron una cervicalgia, seguramente debido a un jeito inesperado; que, tras unos pinchazos y unas pastillas, lo devolvieron a la realidad mundana y a su sueño de volar a Madrid.

Y voló, en realidad volaron él y su hijo; y nada menos que en Ryanair: donde te cobran barato, vuelas incomodo -su retoño, que es como un armario empotrado, casi no cabía en el asiento- y tienes que pagar hasta por respirar, y donde, por no dar, no te dan ni los buenos días. Llegados a la capital del reino cogieron el consabido metro, donde, incomprensiblemente, tienes que pagar por entrar y por salir del aeropuerto, un peaje de tres euros, que Dios sabrá a qué bolsillo irá destinado. Y tras una eternidad metido bajo tierra y cambiando de estación andando y subiendo y bajando escaleras, aunque algunas de ellas sean mecánicas, caes en la cuenta del tiempo, el dinero y la salud que se pierde por vivir en una gran capital. Así están: aceitunados, ausentes, malhumorados, y con prisas por llegar a ninguna parte.

Todo fue llegar al hotel/residencia y comprobar el salero, el entusiasmo y la alegría -vean en esto un sarcasmo-, con que te reciben; es como si en vez de alojarte y hacerles un favor, fueras a pedirles un préstamo con ánimo de no devolvérselo; encima, y para rematar, esos días se festejaba el día del Orgullo Gay, e insistieron en preguntarle a Pelicar -al cual se supone que le vieron como un viejo verde-, que si quería una o dos habitaciones, ya que al reparar que iba acompañado de un chico alto, guapo, rubio y de ojos azules, pues verde y con asas. Pelicar no se dio por aludido y prefirió pasar del sarcasmo y la maledicencia de su interlocutor y dio por sentado que el acompañante era su hijo y punto.

Por la tarde recorrieron el centro de Madrid donde inmerso en una marabunta multicolor y vociferante, compraron algunos regalos/detalles para la familia e hicieron tiempo hasta que comenzó el concierto que fue todo un éxito. Por cierto, que coincidieron a la entrada con un fotocol, donde pudieron cotillear y ver a algunos personajes de las revistas del corazón que se dejaban fotografiar por un enjambre de cliqueos y de luces cegadoras que les hacía parpadear mientras ponían posturitas amaneradas y absurdas.

Pelicar me confesaba que no se acostumbra a eso de las grandes muchedumbres, que para un lagunero que se ve abrumado cuando pasea por la calle de la Carrera y, según él, va esquivando a las personas, esto de Madrid le viene muy grande. Y lo que peor lleva a su edad es trasnochar; que para él, cuando salió del teatro a una de la madrugada, le pareció toda una aventura; y pensar que a esa hora tenía que volver a las entrañas del metro le dio escalofríos; pero no contaba con que su hijo, que nació con esto de la era de internet y de las aplicaciones, le dijo que no se preocupara; y, móvil en mano, comenzó a escribir y a manejar una aplicación llamada Cabify, que, por lo visto, se trata de una aplicación española que conecta a usuarios con vehículos privados con chofer que en cuestión de unos minutos estaba delante de ellos, y que por menos de 10 euros los llevó hasta la otra punta de Madrid, sintiéndose Pelicar todo un señor y orgulloso de su hijo y del bendito progreso cuando éste está al servicio del cliente. Esa noche durmió como un bebé. Y al día siguiente volvió a La Laguna con la sensación de haber conquistado el Everest.

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