Tembargena es un topónimo aborigen que como otros muchos despliega en nuestra mente fantasías e historias que permanecen y no se emboscan. Tembargena forma parte del catálogo de las que pudiéramos llamar "montañas mágicas". Mágica porque su encuentro es inesperado y sus laderas volcánicas tienen solo el recuerdo de la lava petrificada, laderas peladas de los pinos que recubren el pueblo de El Pinar.

La montaña nos espera y no podemos pasar de largo porque su prestancia geológica hace que te encamines hacia ella, ya que el paraje donde sus garfios de tierra seca la implantan forma un conjunto verdaderamente sugestivo.

La primera vez que tuve conocimiento de su majestuosidad fue de la mano del recordado José. P. Machín, que motivó que no solo llegásemos con la imaginación más allá del Julan o de Punta Orchilla, sino de las vicisitudes que nuestro amigo tuvo que soportar y sufrir en sus alrededores, donde pasó viejas vivencias que acabaron de curtirlo como observador privilegiado de una isla que comenzamos a entender y hasta soñar en toda su extensión.

Tembargena, la montaña, no es que juegue y se nos esconda cuando sobrepasamos el pueblo de El Pinar y nos adentramos en el maremágnum de la revoltura geológica que envuelve a La Restinga, que se inicia debajo y a lo lejos del mirador del Gurugu. Tembargena nos hace pensar en la dimensión de una isla que no termina, que da la sensación que es infinita, donde el Faro de Orchilla es referente de un horizonte inacabado, el Mar de Las Calmas es un lago dormido sobre el Atlántico o que el Garoé recorre con sus hojas el pensamiento palpitante de una historia que se desea desentrañar y, cuando no, vivirla.

Tembargena se escapa de ese bosque de pinos que, como decía don José, se puede recorrer pedaleando en bicicleta por todo él; bosque limpio de pinocha amontonada que desprende un olor característico y que invita a la aventura de buscar el mar, la aventura del regreso a La Restinga, que es el mejor mensajero de todo lo que se vaya a encontrar en las vueltas de la carretera, dejando atrás los pinos, donde su espacio lo cubre ahora el verdor de las higueras, además, sabiendo que, desde la lejanía, el volcán no deja de acompañarnos.

Tembargena es una montaña que no destaca por sus 825 metros de altitud, sino por el paisaje donde se encuentra incrustada, formando parte de esos mil cráteres que tiene la Isla, que no se alejan, sino que nos esperan. La montaña nos espera y no sabíamos de ella hasta aquel parón del viejo tiempo que nos inclina a recrearnos de nuevo en la naturaleza de la Isla.

Tembargena, con su presencia mayestática forma parte de la historia inconclusa de una isla que pugna por extenderse hacia un horizonte no tan lejano.