Domingo Pérez Minik, mi maestro, me presentó a José Toledo, cirujano, que desde entonces fue mi amigo, hasta su muerte. Los dos influyeron en mi vida de un modo indeleble, en casi todas las actitudes. Una de ellas, buscar y desarrollar la honestidad en las relaciones humanas, sin dejar que mis ideas (políticas, culturales, de cualquier clase) oscurecieran las ajenas.

Ambos eran ciudadanos radicales, de distintas maneras abrazaban el socialismo, de partido don Domingo y de ideas (más a la izquierda) José Toledo, que era amigo a su vez de Alberto de Armas, médico extraordinario, y también amigo de ley para ellos dos y para mi mismo. Persona a la que muchos tenemos que agradecerle su ciencia y su amabilidad que no conoció otra frontera que la de su conocimiento, siempre dispuesto, como Toledo, a calmar el dolor ajeno, si no se podía con la ciencia ellos lo hacían con las palabras.

De los tres destaco siempre su capacidad para conversar, para tolerar lo que diga el prójimo e incitarlo a mantener viva y civilizada la controversia.

Para don Domingo la palabra civilización era no sólo un vocablo que sirve para distinguir el mundo animal o natural de aquello que los hombres cultivan, la relación de la mente con los hechos y con las ideas, sino una aspiración de nuestra sociedad, dañada por la guerra, asilvestrada por la ansiedad de poder. En torno a él, en su casa de la calle General Goded, ahora calle del Perdón, se establecían tertulias de alto nivel humano y político, y también literario, que muchos tuvimos la suerte de que fuera también un aula de aprendizaje.

Esa casa era un templo de la amistad abierta. A partir de cierta hora de la tarde, ya las ventanas dejaban ver el interior y se sabía que allí dentro estaban don Domingo y su mujer, Rosita Camacho, dispuestos a aguantarnos a los visitantes que vinieran.

Toledo era un conversador más retraído, escuchaba como don Domingo, pero se reservaba más. Era un gran lector, sobre todo un excelente lector de poesía y un rapsoda estupendo, su voz siempre templada con esa especie de sol que se le había quedado en la voz sureña, como la voz de José Manuel Cervino. Inolvidable Pepe.

De estos personajes, y de su modo de conversar, hablábamos el otro día en el hotel Mencey de Santa Cruz con Martín Rivero y con Rafael Cobiella, periodista y médicos, amigos desde la antigüedad. Hablábamos, precisamente, después de discutir acaloradamente sobre la vida nacional y sobre la vida local, de la conversación, de cómo hacerla más sosegada y nutritiva, nutrida con las ideas de otros para salir de nuestras propias burbujas. En esto llegó por allí el muy amable alcalde de Santa Cruz, José Manuel Bermúdez. Como hace algún tiempo le dije en el mismo lugar que Pérez Minik merece que su nombre sea el de la calle en la que vivió, me explicó por qué aún no se han hecho trámites al respecto, pero lo encontró dispuesto a estudiar otras alternativas, además del paseo que ya lleva su nombre en el parque. Una calle Pérez Minik le haría justicia a aquel gran callejero, y el alcalde me parece que lo tiene en cuenta.

Y después le conté a mis compañeros una iniciativa que circula por Granadilla: que José Toledo, aquel gran medanero, tenga una biblioteca a su nombre en El Médano, la tierra a la que volvía siempre y a la que volvió ya para siempre. Sus cenizas pueblan su paisaje favorito, Montaña Roja.

El Médano es cada día más grande, demasiado grande para los que lo recordamos chico como un puño de niño. Ahora es un puñetazo, pero así es la vida. Y necesita cultura, libros, un tránsito del turismo absoluto al sosiego. Y esa biblioteca que propugnamos sería un modo de hacer entrar a El Médano al territorio sosegado que Toledo reclamaba para sí y para sus alrededores.

Pérez Minik, Toledo, Alberto. Menudo trío, diría don Domingo.