Julio Llamazares es una de esas personas altas que se pasan el día mirando al suelo. Sin embargo, ha escrito un libro sobre el cielo de Madrid, o "La lluvia amarilla", quizá su obra más emotiva e importante. Pero su manera de ser es la de un hombre que mira al suelo, se fija por tanto en la historia de las pisadas de los pueblos, como si quisiera recuperar, a cada paso, los pasos de quienes estuvieron. Quizá porque perdió muy temprano su propia tierra, su pueblo, Vegamián, sepultado para siempre por un embalse.

Así, con esa disposición para buscar en el suelo la historia, se fue a La Laguna el último marzo. Tenía un objetivo: dar fin en la bellísima Ciudad de los Adelantados a un libro que es también un monumento, "Las rosas del sur", el segundo tomo de su historia y vida de todas las catedrales de España. El primer tomo, publicado hace diez años, se titulaba "Las rosas de piedra" e incluía esas obras de arte que constituyen, también, las catedrales del norte, desde la impresionante catedral de Santiago.

Y este nuevo tomo, después de dieciséis años de trabajo, concluye en las catedrales canarias, desde La Giralda a La Laguna pasando por la de Las Palmas de Gran Canaria.

Es extraordinario que un escritor con fama literaria bien ganada, que podría pasarse mirando al aire y escribiendo de asuntos de su imaginación, se dedique durante tanto tiempo a un tema así de concreto, y tan pétreo. Pero Julio es así: un escritor acostumbrado a mirar al suelo, a nutrirse de lo que pasa en la tierra, a contar sus pasos como un robinson urbano y rural, hecho para peregrinar al menos desde que perdió su propio territorio. El resultado son sus crónicas viajeras, y ahora su credencial mayor es este monumento, "Las rosas del sur". Y los laguneros que tengan interés en seguir sus pasos tienen aquí, también, una oportunidad espléndida de saber cómo es la mirada de un autor de tal categoría sobre una de sus tradiciones más queridas y sentimentalmente, no solo cristianamente, más extraordinarias.

Él quiso que este viaje a la catedral lagunera con el que acaba su libro coincidiera con la Semana Santa de este año. Y no la vio de lejos, no, se metió entre los devotos e incluso, gracias a un sacerdote de nombre Celso, descubrió el insólito tesoro de iconos que alberga la catedral.

Su viaje entre devotos está lleno de vida, consecuencia de la enorme capacidad que ha desarrollado mirando al suelo y a la altura de los ojos de la gente. En ese trayecto tan intenso que hace por las escenas piadosas hay sensibilidad para el asombro; esas cadenas que, en silencio, van haciendo plegarias al Cristo es el sonido que acompaña, con sobriedad admirada, la muy sensible descripción de algunas imágenes medievales que alberga la mayor devoción lagunera.

No solo es un viaje a la catedral, a la Semana Santa y a sus devotos. Es un canto de amor a la belleza de La Laguna, la ciudad de la que parte la América hispana y en la que se rastrean muchas de las tradiciones, también religiosas, que se viven aún con más fuerza en algunas celebraciones extremas de México o de la América del Sur.

Al asombro ante hechos de la historia, como esas mujeres emparedadas que habitaron en la catedral lagunera, Llamazares une el respeto. Nunca le he preguntado si es creyente; lo sea o no, que haya dedicado tanto esfuerzo y tanta paciencia como calidad al redescubrimiento de las catedrales, y en este caso también de la Semana Santa lagunera, no solo es propio de su talante sino, además, una expresión mayor de la consideración en que tiene la vida y las creencias de los otros.

Esas cosas no se suelen hacer, claro, pero si el obispo de Tenerife tuviera ocasión y ganas tendría que leer el capítulo y después dedicarle una homilía a Julio Llamazares. Que el padre Celso le avise.