Esta semana, a la salida de su reunión con Pedro Sánchez, el vicepresidente "in péctore" del nuevo Gobierno y líder de Podemos, Pablo Iglesias, procedió a anunciar todas las medidas "de izquierda verdadera" -o sea, más gasto público- que su sana influencia ha logrado obtener de los socialistas. Que el PSOE se haya tragado con vaselina esta presentación unilateral dice mucho de sus necesidades de apoyo.

La vuelta al primer plano político de Iglesias ha catapultado de nuevo al primer plano a su partido. El tipo es muy bueno. Y es obvio que los socialistas saben que la escenificación mediática del acuerdo supone combustible electoral para que Podemos empiece a recuperar un electorado que hasta cierto punto estaba empezando a perder. Lo que complica el escenario es que esa concesión -porque a la fuerza ahorcan- sea un trabajo inútil. Porque para aprobar las cuentas del Estado hacen falta más votos. Los del PNV son relativamente fáciles de conseguir. Con los nacionalistas vascos -como ocurre con los canarios- los acuerdos se basan en cerrar nuevas inversiones o ceder nuevas competencias en materia económica. O sea, dar pasta a la comunidad más rica y más próspera de España. Pero con los soberanistas catalanes el asunto de conseguir su apoyo se vuelve turbulento.

Los líderes catalanes no están por la pela. A pesar de que Cataluña debe unos 80.000 millones de euros y que vive con la respiración asistida de los créditos de la Hacienda estatal, lo que ocupa y preocupa a los soberanistas es la lucha por la nueva república catalana. Los líderes del PDeCAT y de ERC no están al frente del proceso ni lo conducen. Como ya he dicho, están a lomos de un tigre al que agarran por las orejas sin poderlo soltar. Quien está de verdad liderando el empuje de la lucha activa por el parto de un nuevo estado soberano en Cataluña son las organizaciones cívicas -la Crida, Omnium, ANC o los casi trescientos comités de defensa de la república- que agrupan activistas y que funcionan como un amplio movimiento asambleario que hace ya tiempo que escapó del control de los partidos políticos. Esa amalgama, donde se unen viejos independentistas con nuevos antisistema, es un efervescente caldo de cultivo en el que se apoya gran parte de la fuerza del para unos fugado y para otros exilado Carles Puigdemont.

El grave error de Pedro Sánchez es pensar que quienes tiene al otro lado de la mesa, desde Quim Torra al resto de los representantes políticos catalanes, tienen realmente alguna capacidad negociadora. Porque no es así. Está claro para cualquiera -menos para Pedro Sánchez y su esperanza- que solo existe un propósito, un objetivo y un mandato innegociable: la república soberana y la ruptura con el Estado español.

¿Y dónde nos pone eso? Pues en que parece remotamente probable que Sánchez pueda pagar ninguna de las facturas que los partidos catalanes, con representación en el Congreso, van a ponerle sobre la mesa para condicionar su apoyo a unos nuevos presupuestos. Y eso solo deja dos caminos: prorrogar los presupuestos actuales o convocar elecciones. El presidente ha dicho que no hará ninguna de las dos cosas. Pero en política se dice digo y luego Diego.

El presidente del Gobierno ha intentado de todas las maneras posibles reiniciar las relaciones con el bloque soberanista y con la Generalitat. Ha hecho todo lo que ha estado en su mano, viajando hasta el límite. Ordenó el acercamiento de los políticos catalanes encarcelados. Ha aceptado sin crispaciones las bravuconadas más impropias de algunos dirigentes autonómicos. Y ha terminado, incluso, proponiendo una estrambótica "tercera vía" consistente en permitir un referéndum en el que los catalanes pudieran votar un nuevo Estatuto de Autonomía donde se contemplaran concesiones que en su día fueron rechazadas por el Tribunal Constitucional. Nada de todo esto ha saciado el hambre insaciable del soberanismo.

Lo que se cuece al fuego cívico en Cataluña es un proceso revolucionario que ha escindido en dos a la propia sociedad catalana. Que no se haya producido ninguna desgracia -salvo alguna violencia aislada- solo se explica por la cultura y la sensatez de todos los ciudadanos, de un lado y del otro. Sofocar ese incendio solo es posible desde la fuerza del Estado, ejercida con prudencia pero con firmeza.

Pensar en negociar unos presupuestos generales con Barcelona puesta de patas arriba y el independentismo cada vez más crecido y radical es soñar con pajaritos preñados. Por si no lo hemos entendido, este próximo octubre tendremos un nuevo aviso. Y ojalá me equivoque, pero va a ser muy claro.