Adelantándose al rodar de las estaciones ha llegado a mis manos, avalado con afectuosas palabras de envío, el poemario "Otoñal La Laguna", de Fernando Garciarramos, casi medio centenar de versos, expresivos todos ellos de la complacencia del poeta por las rimas y los ritmos clásicos, desde el romance, que tan bien ha sabido siempre ensamblar, hasta las ajustadas formas del soneto; él, que acaso como ningún otro poeta de nuestro tiempo ha sembrado nuestro paisaje lírico de coplas nimbadas de belleza y hondura.

No es este brazado de versos otoñales la primera y aislada expresión de la querencia del poeta por esta ciudad en la que no nació pero en la que ha vivido desde su niñez y de la que es fiel y porfiado itinerante cotidiano. En realidad, la poesía de Fernando Garciarramos está matizada cuando no iluminada por su luz cambiante y por su aire y ritmo singulares, que el poeta ha ido sorbiendo a medida que profundizaba en la veta sustantiva de lo popular.

Ya en 1976, en su libro Barruntos, se hace patente esta devoción en un soneto en el que el azul de la mañana y el gris del atardecer, inequívocamente laguneros, se balancean en soledad como en rotunda y certera llamarada "que enciende el corazón, enciende el día" hasta arder en un despertar a la vida. A partir de entonces, los sucesivos poemarios de Fernando Garciarramos no han dejado de ofrecernos, engastados como bien pulidas amatistas, poemas de raíz genuinamente lagunera, que, como toda raíz, subyace y en ocasiones no se aprecia, al menos aparentemente, y sin embargo han sido su inequívoco nutriente natural.

De este nuevo poemario de Garciarramos cabe decir mucho, empezando por el atractivo y la singularidad que encierra como monografía lírica. Sus cerca de cien páginas rezuman un saber y un conocer bien la esencia del mejor y más acendrado espíritu lagunero. A muy diferentes ventanales se asoma el poeta para hacernos partícipes de la emoción del paisaje, de la sonoridad indecible del silencio, el vuelo de un pájaro de luz, la estremecida voz de las campanas o la huida de su eco por cualquier esquina. Pero sobre todo, la presentida presencia del mar.

Es precisamente esta vivencia, inusual dentro de la vigorosa corriente lírica que ha generado San Cristóbal de La Laguna y su entorno a lo largo de más de medio milenio (de la que elaboró el profesor De la Nuez Caballero dos antologías sucesivas [1983 y 1999] y ya se empieza a echar en falta una tercera), la que le da a este poemario de Garciarramos especial significación y originalidad, que queremos subrayar en estas líneas que no pretenden ir más allá de un rápido acuse de recibo.

Creo que fue María Rosa Alonso quien dijo en cierta ocasión que, en La Laguna, apenas te pongas de puntillas, divisas el mar. Poco importa cómo, si con nitidez o no: en cualquier caso, se siente o se intuye cercano, más allá o más acá de brumas y lloviznas. Es curiosa y particularmente expresiva esta querencia de nuestra ciudad por el mar, que acaso como en ningún otro de nuestros pueblos se manifiesta con tanta fuerza en genuinas expresiones populares. Recordemos el arraigo de la tradición ¡qué añoranza! de los "barcos", extendida a lo largo y ancho de la comarca de Aguere, o la de las danzas de cintas, con los pequeños danzarines luciendo traje de marinerito, en la danza ritual de Las Canteras, que bien valdría reactivar. Por tener, La Laguna hasta tiene en su meollo histórico una calle de La Marina.

El poeta ha captado bien este sentir. Acierta a percibirlo entre el fulgor apagándose de un crepúsculo, al hacerse eco de "la voz de extraviadas caracolas", más allá del "eco interminable de las olas", tanto como la imagen de "los fanales marineros" espejeándose "en las desiertas calle serenadas", de su soneto "La Laguna y el mar", que redondea en este bellísimo terceto:

"Y en un sueño de extrañas marejadas,

en el roto perfil de los aleros

hay barcos con las velas desplegadas".

Esta visión de la ciudad que emerge "bajo el velo sutil de la neblina", sosegada, reposando aun "en honda ensoñación adormilada" de nuevo amanecer (o nuevo anochecer), acaba por concretarse en una imagen de inusual hondura nostálgica:

"Igual que aquella barca peregrina,

se quedó tierra adentro embarrancada

pero siempre del mar enamorada".

Tal así ve Fernando Garciarramos La Laguna, o la sueña, como nave anclada tierra adentro pero prendada y prendida siempre del mar, que con solo ponerse de puntillas alcanza a verlo y añorarlo en toda su indecible belleza.

En su deambular por calles y plazas de la ciudad, pero también, con pareja porfía, por los vericuetos que llevan a los más intrincados rincones de su geografía, el poeta va registrando con fervor horizontes innumerables. No solo su noble ámbito histórico. También el rumor de sus litorales abiertos en amplísimo arco de espumas marinas o ese otro, tan cercano a veces al del mar, de la fronda de sus bosques. "Sendero que lleva al mar /no morirá para siempre", dice el poeta, aprestándose a escuchar en las orillas "su canción incandescente".

El volumen, en dieciseisavo, publicado conjuntamente por Ediciones Aguere y Ediciones Idea en la colección dirigida por Anghel Morales, con cubierta sobria pero atinadamente elegida, se inicia con un prólogo firmado por el poeta Antonio Portero Soro, en el que pondera los valores que confluyen en la obra lírica del autor y la belleza de este canto a La Laguna.

Hermoso poemario con el que Fernando Garciarramos modela y moldea una nueva visión otoñal de San Cristóbal de La Laguna.

*Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna