Si hablamos de política-ficción, los padres de la Constitución, se supone que con buen criterio, idearon aquello de las autonomías como un medio de "adelgazar" a la administración, descentralizando el poder del Estado, buscando el instrumento más eficaz posible para fortalecer la democracia; eso dijeron. Ese fue el futuro que idearon para los españoles. Un futuro que ya está aquí. También pensaron que, en dicho futuro, ese en el que creíamos vernos los ciudadanos o administrados, todos felices, libres e iguales, la descentralización en la que pensaron, esa en la que se supone se le devolvía el poder -competencias, recursos y autonomía- desde la centralidad de dicho poder estatal a los gobiernos intermedios y locales basado en el principio de la subsidiaridad, buscando fortalecer a dichos gobiernos locales y, por extensión, a los ciudadanos con la sana intención de promover el desarrollo de sus territorios, ciudades y pueblos.

Esto era, al menos, la teoría. La realidad, ese futuro que ahora forma parte integrante de nuestro quehacer diario, ha resultado, cuanto menos, decepcionante. Porque cuando se pensó en "acercar la administración al ciudadano" se supone que era con la intención de "facilitarle la vida" y no para complicársela con más impuestos, más burocracia, más insolidaridad, más desprecio, más incomprensión, más desaire, más control, más mentiras y, sobre todo, menos libertad.

Se puede denunciar que si antes había que pagar y mantener a uno, ahora hay que hacer lo mismo con diecisiete. Podemos suponer que nuestros padres constitucionalistas no pensaron que, al repartir la tarta territorial, era complicado contentar a todos por igual; ya que, transcurrido un tiempo, cada cual ha visto que el vecino de al lado tenía un trozo más grande que el suyo; incluso, algún que otro trozo de tarta aparecía con la guinda correspondiente, mientras que otros pedazos venían, no solo sin la cereza, sino incluso sin azúcar. Y, claro está, las comparaciones suelen ser odiosas; sobre todo, porque dichas situaciones ponen de manifiesto los actuales desequilibrios territoriales, así como la desigual distribución de recursos afectivos, económicos, sociales y administrativos; y, evidentemente, dicha situación no solo es difícil de asimilar sino, sobre todo, de asumir.

Ahora, en este futuro incierto, en muchos aspectos desesperanzador, vemos con asombro, espanto y horror cómo hay presidentes autonómicos que, olvidando con demasiada facilidad y arbitrariedad que son los representantes ordinarios del Estado en su propia comunidad, suelen actuar con excesiva ligereza al margen de la ley, del protocolo, de su juramento o promesa y, no digamos ya, del propio sentido común, y de la defensa del interés de sus propios conciudadanos, sin que el poder central adopte las medidas necesarias, conforme a las leyes, a las normas y a los reglamentos, para defender al propio Estado, a sus instituciones más representativas, y a esos mismos ciudadanos que se ven y se encuentran desamparados ante tanta desidia e impunidad.

Gobernar es servir, que no servirse; es sacrificio, que no comodidad; y es, sobre todo, ejercer el derecho a la fuerza para imponer la ley y el orden constitucional. No es admisible, ni justo, ni moral, exigir a los ciudadanos una conducta social, penal, económica, jurídica, administrativa, impositiva?; que no se le exige a parte de una clase política que se cree o se considera que está por encima del bien y del mal. Si todos somos iguales ante la ley, sobre todo a la hora de pagar impuestos, también lo somos para exigir responsabilidades a quien nos roba, nos humilla, nos desprestigia, nos ofende, nos chulea y, encima, nos toma por imbéciles.

No es de recibo que haya un sector de la sociedad, principalmente nacionalistas e independentistas, populistas y de izquierdas, por muy mayoritarios que estos se consideren, que, en función de sus creencias o valores -sean estos los que sean-, entiendan que sus actos siempre están justificados, porque, evidentemente, desde su óptica ideológica, pretenden hacer creer a los demás que están libres de toda sospecha y, por supuesto, de todo escrutinio moral, político y social. Hay sectores nacionalistas y de izquierdas que, incluso creyendo que la propaganda sustituye a la verdad, no entienden que la corrupción y la traición -aunque a todos tienta- tiende a ser sistemática en quienes no admiten más reglas que las propias ni más supremacía moral que la del propio partido.

Es hora de reivindicar, una vez más, ese futuro conciliador, democrático, igualitario y libre que nos prometieron, y por el que los ciudadanos españoles optaron libremente a través de la Transición.

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