El otro día, en la cafetería del hotel Nivaria, donde solemos reunirnos algunos amigos de tertulia para hablar de lo divino y de lo humano, nuestro amigo Pelicar tenía una sonrisa especial que nos dio motivo para preguntarle si le había tocado la lotería o qué; pero su respuesta fue escueta y directa: "Es que mi mujer se jubila dentro de unos días". ¡Acabáramos! Por supuesto que lo felicitamos a él, por lo que le pudiera corresponder, y le transmitimos nuestras felicitaciones para su señora. Y ese día la tertulia ya estaba hecha; aprovechamos dicha noticia para que nos contara su opinión sobre el tema, y qué animo tenía su mujer después de tantos años trabajando.

Pelicar nos contó que estaba orgulloso de su mujer; siempre lo había estado. Sus hijos la admiran, la quieren y la respetan porque su lucha, sacrificio, dedicación y entrega no fueron ni son pocas. Partiendo de la base de que cada persona es un mundo, y que cada cual ha afrontado la vida como ha podido o como la han dejado poder, no es menos verdad que la generación de los cincuenta, y que ahora está jubilándose o en la edad de hacerlo, no lo tuvo fácil; eran otros tiempos, se suele decir; pero en este caso es la pura verdad. Y, salvando algunas excepciones y circunstancias, se partía con desventaja; sobre todo si eras mujer; porque se suponía o se esperaba que las chicas ayudaran en casa, cuidaran de los hermanos, estudiaran, si era compatible con los demás quehaceres, y, sobre todo, se prepararan para ser novias, esposas y madres.

Un buen partido arreglaba a veces no solo la vida de la chica, sino la de toda la familia. Pero lo importante era no quedarse para vestir santos. El caso es que cuando Pelicar conoció a su mujer eran prácticamente unos críos. Ella había estudiado lo sucinto para saberse manejar por la vida, además de haber estado ayudando en casa y cuidando de su hermana menor. Cuando Pelicar aprobó unas oposiciones y lo mandaron destinado, decidieron casarse para no estar separados mucho tiempo. La boda fue sencilla, apenas asistieron unas cuantas personas; vestidos de novios acudieron al hospital a visitar al padre de Pelicar, que se encontraba ingresado; se hicieron rápidamente unas fotos y, posteriormente, se cambiaron y acudieron a un funeral, esta vez de alguien relacionado con la familia de ella; fueron a comer una paella para cuatro, por supuesto, no hubo tarta ni ningún otro tipo de celebración. Esa misma noche cogieron el barco y se marcharon con lo que llevaban puesto, casi con una mano delante y otra detrás. Vivieron de alquiler en un diminuto apartamento y, según nos cuenta Pelicar, fueron felices a su manera. Él iba a su trabajo y ella se dedicaba a sus labores del hogar; hasta que, pasados unos cuantos meses de casados -en vista de que más de un familiar cercano comenzaba a dudar de si alguno de los dos servía o no para hacer y/o tener hijos-, comenzaron a venir los retoños uno detrás de otro. Y, claro está, el siguió trabajando y ella cuidando de la casa, de los niños y, por supuesto, de su marido.

Pero llegó un momento -según nos cuenta nuestro amigo-, en el que, por circunstancias personales, económicas y vitales de, en este caso su mujer, de querer ser algo más que esposa y madre, esta decidió dar un giro a su vida. Para empezar se sacó el carnet de conducir a la vez que retomó sus estudios, y se puso a ello con sacrificio, tenacidad y empeño. Después de lograr dichos objetivos, decidió preparar unas oposiciones, pero de las de antes; de esas que, además del temario de turno, tenías que pasar una prueba de máquina de escribir y te contaban las pulsaciones por minuto; y, en casa, aparte del llanto de los niños, se escuchaba el repiqueteo de la máquina de escribir, que más se parecía a Jerry Lewis, en su famosa secuencia de la película «Lío en los grandes almacenes». De hecho, la máquina -una Olivetti Studio 45-, verde como una aceituna, y que pesaba como un mueble, y que aún conservan, iba con ellos a todas partes, incluidas las pequeñas vacaciones, porque tenía que practicar.

Mientras preparaba oposiciones y era madre y esposa, por este orden, buscó los trabajos más dispares para ayudar a la economía familiar: vendió aparatos de cocina, dio clases de aeróbic o fue dependienta de una tienda de decoración y auxiliar administrativo, entre otros trabajos. Hasta que, al final, llegaron las oposiciones; se presentó y las aprobó. Y, mientras tanto, hubo cinco destinos del marido y 13 cambios de casas en los que arrastró a toda la familia por todos los rincones de España; en uno de ellos tuvieron que desplazarse desde Cádiz a La Coruña en un Seat 127, amarillo canario, en el cual iban, no solo la familia al completo, sino los pocos enseres que les quedaban después de haber vendido, ni sabe las veces, las pocas pertenencias que les iban quedando. Y así han estado algo más de cuarenta años de matrimonio, hasta ahora, que, además de esposa, madre y curranta, también, ejerce de abuela. Y, al parecer, siempre con una sonrisa en la boca, impecablemente vestida y conjuntada, independientemente de que no le fuera demasiado bien en determinados trabajos, o de que tuviera dolores terribles debido a su artrosis reumática.

Bien está lo que bien acaba. Y a la mujer de nuestro amigo le deseamos lo mejor, porque ella representa a nuestras madres y esposas, a esa mujer ejemplar que lo ha sacrificado todo para mantener la familia a salvo y unida; y que, una vez jubiladas, se merece el descanso y todo nuestro respeto y admiración. Ahora, como dice Pelicar, "esperemos y confiemos en poder descansar y disfrutar de nuestro tiempo libre, siempre y cuando nos dejen la salud y los avatares de la vida; que no es poco».

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