Hay costumbres populares que se mantienen frescas, lozanas, a lo largo del tiempo. A otras, por el contrario, les llega un momento en que se desvanecen y acaban por perderse. Así ha ocurrido con algunas relacionadas con las ánimas del purgatorio, una conmemoración de gran arraigo en Canarias.

En este noviembre, mes dedicado desde hace siglos a honrarlas, recordemos una de ellas, la de "la paz de Dios", antes de que se olvide para siempre. Se desconoce su origen. El regidor don José de Anchieta y Alarcón (La Orotava, 1705-San Cristóbal de La Laguna, 1767), notario minucioso de cuanto acaecía en la ciudad donde transcurrió la mayor parte de su vida, la registra en su diario, conocido gracias al ímprobo trabajo de transcripción del investigador tinerfeño Daniel García Pulido.

Al regidor le subyugaban, como a Azorín, los primores de lo vulgar, el encanto de lo nimio, el fluir intrascendente de la vida en una ciudad soñolienta. Todo lo registraba. De lo que ocurrió en San Cristóbal de La Laguna el 19 de mayo de 1736 dejó de su puño y letra esta breve anotación: "Sábado a las once llegaron los monaguillos de la Concepción dando la paz, víspera de Pascua del Espíritu Santo (···) y echaron agua bendita en la esquina de la casa del marqués de Torrehermosa, que tenía sentadas dos piedras de esquina, y les di un real". Certero apunte para un cuadro de época.

"La paz de Dios" comenzaba en Pentecostés, ya bendecida el agua. Unos cuantos acólitos, revestidos con sotana y roquete bien almidonados, o con sobrepellices rizadas con paciencia y primor por las claras o las catalinas, recorrían el vecindario, casa por casa. Tocaban en cada puerta. Al contestar, ellos decían: "La paz de Dios", lo que les franqueaba el paso sin demora. Ya en el interior de la vivienda, el portador de un acetre con el agua bendita iba hisopeando con parsimonia y mucho ceremonial todos y cada uno de sus rincones, rociándolos en abundancia al tiempo que recitaba el monocorde responsorio "La paz de Dios", para ahuyentar los malos espíritus.

Finalizada la "exorcización", los moradores dejaban caer en el acetre algunas monedas, en agradecimiento. Con ellas, los avispados monagos adquirían, llegado el momento, castañas, rosquetes, vino y mistela, y hasta carne y batatas, para pasar la noche de ánimas en la torre, mientras doblaban las campanas sin interrupción.

El antiguo conjuro se perdió para siempre hace tiempo. Tampoco las campanas de la ciudad doblan ya, día y noche, al llegar Finados. Solo queda, desvaída, la memoria de su fúnebre clamor.

"La paz de Dios" no era patrimonio exclusivo de La Laguna. También lo fue de La Orotava, Los Realejos y algún pueblo más del norte de la Isla. Tiene connotaciones indudables con la tradición de "Los santitos", viva aun en San Juan de la Rambla y, hasta hace poco, en Adeje y otros lugares del sur tinerfeño. En su blog sobre tradiciones de la comarca de Isora, Juan Desiderio Afonso Ruiz dice que la víspera de Difuntos "los más pequeños (···) salían con la talega e iban por todas las casas del pueblo pidiendo "los santitos", para luego comprar "almendras, nueces, higos y los frutos propios de esta época del año", y celebrar en cada casa el "velatorio de finados" la noche del uno al dos de noviembre.

*Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna