Al llegar noviembre, La Laguna era hasta hace poco un clamor de campanas. Desde primera hora de la tarde del día primero hasta la última de la mañana siguiente, doblaban sin tregua las campanas de la Catedral, lentas, solemnes -entreverado su doblar con el toque agudo de la esquila, como contrapunto sonoro- por obispos, canónigos y beneficiados ya idos de este mundo; doblaban las de la Concepción con la que se envanecieron siempre los parroquianos de la villa de arriba de ser la mayor campana del Archipiélago, y con la "mediana"; doblaban pausadas desde sus espadañas de piedra las de Santo Domingo, las de los dos conventos de clausura, las del Cristo, las de San Juan. Cerca de una veintena de campanas derramando sobre la ciudad su lúgubre salmodia, todo el día y toda la noche.

En La Laguna no solían celebrarse los velorios de ánimas. Sí el rito de encender "mariposas" en las casas, en memoria de los finados. En una jofaina mediada de agua se vertía aceite, en el que sobrenadaban pequeñas crucetas de hojalata, tantas como difuntos de la familia de los que se tenía memoria, y alguna más por los olvidados. La mecha de la lamparilla, que había quienes utilizaban para ello la flor seca del guaidil, asomaba por un canijo orificio central. En los extremos de la cruceta, cuatro minúsculos discos de corcho actuaban de flotadores. Si alguna "mariposa" se apagaba antes de haberse consumido el aceite, era señal de que el alma por la que ardía no necesitaba más auxilio; había subido ya, purificada, a la gloria.

Ni la guerra civil ni las penurias de los años posteriores, mientras el aceite estuvo racionado, lograron acabar con la tradición del encendido de finados. Las familias acomodadas compraban aceite de estraperlo para este menester, sin recato, y las no pudientes, que eran la inmensa mayoría, optaban, a la fuerza, por una degradada mixtura no apta para consumo humano; un mejunje que apestaba a demonios y provocó más de un susto, conatos de incendio y hasta alguna muerte, pues hubo quien no logró reponerse de la impresión de la vaharada de denso humo negro que se le vino de pronto encima al prender el fuego de alguna "mariposa" en la mezcla aceitosa.

La tarde del primero de noviembre acudían al cementerio el párroco de la Concepción o el de Santo Domingo (alternaban por años), con sochantre, acólitos, cruz, ciriales, acetre y bolsa de limosnas, a rezar responsos. No faltaban buenas gentes que le pedían encomendara al Señor a tal o cual familiar varias veces. Cada responsorio, el correspondiente óbolo. Era un ir y venir entre tumbas, cruces enramadas, cipreses, coronas de flores, gentes que hacía un año no se veían, redomas crepitantes, hipidos y lagrimones de dolor reavivado, y hasta algún ataquito.

Apenas clareaba el día dos, se abrían de par en par las puertas de templos y parroquias. Esa mañana los clérigos podían oficiar tres misas, una por todos los fieles difuntos, mientras las otras dos podían aplicarlas por encargo a finados concretos.

En las esquinas de siempre, las viejas castañeras, encendidos ya los braseros de tiro largo, confeccionados con hierro o latón, se aprestaban a asar las primeras castañas del otoño. El humo blanquecino se fundía con la posmilla, que el viento no dejaba de zarandear, como el eco de las campanas, por las calles semidesiertas.

*Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna