Siempre los fines de semana son los más propicios para evitar las aglomeraciones habituales en los centros públicos, y mucho más si tenemos en cuenta la ausencia que genera la premonitoria estampida de fin de jornada laboral. Es por ello que contra todo pronóstico los lugares más concurridos de trámites administrativos se ven casi como un desierto desangelado, donde los previsibles pacientes han optado por el asueto en vez de resignarse a la crónica pauta de espera en un asiento anónimo, esperando con resignación a que su nombre sea requerido para el trámite burocrático, que puede ser en el mejor de los casos una revisión sanitaria; habida cuenta la demora que esto suele llevar consigo por la mala e incompleta asistencia médica, que alarga las listas de espera hasta límites insospechados.

Por todo ello cito como ejemplo un sucedido que tiene repercusión en el resto de los lectores, porque nadie está exento de estas penosas experiencias. En mi caso, después de solicitar la cita previa con varios días de antelación, fui emplazado para ser atendido por mi nuevo médico de cabecera, en este caso del sexo femenino, cuyo nombre no voy a citar porque no les gusta que sean aludidos para alguna queja laboral, especialmente cuando los ánimos están tensos por las irregularidades en la prestación del servicio relativo a la salud.

Pues bien, al acudir a la cita, con la suficiente antelación, observé que los pacientes que me antecedían estaban mostrando gestos de impaciencia. Tanto, que al observar un papel pegado a la puerta de la consulta, leí su contenido y me di cuenta de que la doctora no había prestado su servicio por razones no especificadas. El explícito papel indicaba que los pacientes asignados a ella tenían que acudir a otra puerta en el pasillo opuesto, para ser atendidos por un médico sustituto, al que le había caído la responsabilidad de tener que cargar con las obligaciones de la titular. El mencionado galeno no tuvo más remedio que nombrar a todos los miembros de lista para asignarnos un nuevo orden de asistencia, que se hizo interminable por cuanto el reloj de la tarde daba ya sus últimos compases de tiempo, cerca ya de la hora de cierre habitual del centro, que se manifestaba por el ir y venir del personal sanitario cambiando su ropa inmaculada de faena por sus prendas de vestir para salir a la calle.

Finalmente, cansado ya de la espera, escuché mi nombre en el lado contrario del pasillo de mi consulta asignada, y fui recibido por una enfermera, que de entrada me comentó que carecía de vacunas antigripales porque se habían agotado. ¿Para qué, entonces, la confirmación de la cita telefónica?

El caso fue que tampoco me pudo facilitar el resultado, que dormía ya el plazo de una semana, porque ella (la enfermera) no estaba autorizada para leerla ni divulgarla, por eso de la confidencialidad sólo permitida a los médicos. Al final, concluí con la conciencia asumida de la inutilidad de la reunión con la auxiliar, por sus limitaciones funcionales, y retorné hasta que el médico sustituto me citara por la interminable lista de espera.

Nada puedo añadir, excepto que quedamos sólo tres pacientes pendientes de turno, mientras el ambulatorio se fue vaciando de personal, y sólo quedaron las operarias de la limpieza y un vigilante jurado, tamaño armario de tres puertas. Lo cierto es que cuando logré salir a la calle, después de abrir la solitaria salida de emergencia para respirar libremente, tuve la conciencia de que alguien responsable de la Sanidad canaria había decidido tomarme el pelo hasta la saciedad, con su "eficaz" gestión para prestarme un servicio teóricamente obligatorio.

Dígannos si este relato de puro desencanto y hasta con pinta de terror encubierto, no es un argumento válido de una historia para no morir de asco. ¿Verdad, señor Baltar?

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