De los incontables triduos, novenas, octavarios, completas, quinarios, vísperas, tercios, rogativas y otros actos píos que se sucedían en templos, ermitas y conventos de la ciudad a lo largo del año, uno de los más populares y con más granada concurrencia era el novenario de Ánimas de la parroquia de la Concepción.

Al llegar noviembre, tanto en la Catedral como en el templo matriz, se levantaba un catafalco en medio del crucero, en memoria de los difuntos. El de la sede catedralicia era sobrio: una mesa rectangular, de unos tres metros de alto, cubierta por un gran paño negro que se prolongaba en el suelo por los cuatro frentes haciendo largos pliegues, y, sobre ella, una estructura de madera que simulaba un féretro de regular tamaño, también en negro con apliques de oro. En su derredor, hacheros de igual tonalidad, soportando gruesos cirios.

El de la Concepción, más aparatoso, imitaba un panteón de notables dimensiones. El primer cuerpo lo formaba una base cuadrada, de varios metros de largo y algo más de alto, delimitada por amplios bastidores cubiertos por lienzos pintados al óleo semejando oscuros jaspeados y piedras marmóreas, con breves textos relativos a las postrimerías. Sobre ella se asentaba una grada de menor tamaño, en la que descansaba una gran cruz blanca. En cada una de las esquinas del cuerpo principal se alzaba una efigie femenina en actitud reconcentrada, doliente, idénticas las cuatro, confeccionadas con blancos paños encolados que imitaban el mármol. Amplio velo les cubría casi al completo el rostro. Los chicos las llamábamos las lloronas.

El novenario de Ánimas venía a ser un recital de música religiosa repetido nueve veces, noche tras noche: concluidos los rezos primeros, se entonaba desde el coro el oficio de difuntos, en latín. En la interpretación de los himnos, lecciones y responsorios rivalizaron durante años, acompañados por el órgano, dos excelentes músicos laguneros: Enrique Simó Delgado y José González Gutiérrez, más conocido por "Pepe el Cartero", por su profesión, junto con Juan Marrero, que ejercía de sochantre. Entretanto duraba la larga cantata, unos acólitos revestidos con sobrepelliz movían rítmicamente un incensario a ambos lados del catafalco rodeado de cirios ardientes. Las volutas desprendidas de los humeantes pebeteros se iban expandiendo poco a poco por las naves del templo. Las campanas doblaban pausadamente.

De toda aquella parafernalia fúnebre, nada queda. Primero desaparecieron, por inservibles -eso me dijeron, cuando pregunté-, las piezas del catafalco de la Concepción, al ser reedificado en parte el templo en el último tercio del siglo pasado. Bastantes años más tarde corrió pareja suerte el de la Catedral. Nadie se ocupó ni preocupó de ponerlo a salvo y preservarlo al ser abatidas y rehechas las bóvedas del templo en el presente siglo. Hoy serían, uno y otro, vestigios de indudable interés etnográfico para conocer mejor las costumbres, usos y tradiciones de nuestro pueblo, huellas centenarias de nuestro patrimonio cultural. ¡Qué inconsciencia!

Para aliviar el sinsabor, recordemos esta anécdota, una entre tantas de tiempos idos: cierto atardecer de noviembre, acabada la novena de Ánimas, se tropezaron en el cancel de la iglesia seña Mariquita y la comadre. Hacía que no se veían y no tardaron en pegar la hebra. Pasito a pasito, mientras hablaban quedamente, llegaron hasta el pie de la torre y allí, al socaire del relente, que empezaba a notarse, acabaron por arrellanarse bien, arrebujadas en sus refajos y sobretodos. Era tanto lo que tenían que contarse, tanta la tela que cortar, que las horas se les fueron pasando sin que se dieran cuenta. De pronto, desde lo alto de la torre se les vino encima el tañido de una campana. "¡Escuche, comadre -exclamó, espantada, seña Mariquita-, está tocando el alba!". Y al tiempo que medio se persignaban, huyeron a toda prisa, despavoridas como almas que se quería llevar el diablo, hasta perderse por las desiertas callejuelas cercanas. La mañana estaba a punto ya de clarear.

*Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna