No me gustan las Navidades. Nunca me han gustado. Lo anecdótico es que no sé por qué. Quizás tenga anclados en el subconsciente instantes de hace muchos años que logran que desee acostarme el 23 de diciembre y levantarme el 7 de enero. Quizás no tengo hijos y solo veo la farsa en que los adultos convierten una festividad religiosa. No lo sé, pero me puede. Me asombra cómo personas que no se ven hace cuatro meses y viven a pocos kilómetros, cual camaleón, se abracen en pro a no sé qué motivo. Y si eso fuese duradero bastaría para que tuviesen sentido las fiestas, pero es que tampoco lo es. Las Navidades se han convertido en un despilfarro de dinero innecesario para el que gasta y un salvavidas para el que vende. Son la mayor época comercial del año. Si no fuera por los niños y por la Iglesia esto no tendría sentido, y para la gran mayoría no es por ninguna de las dos cosas su celebración.

Quizás piensen que esto tiene que ver con algo reciente o con un carácter aburrido, pero nada tiene que ver con eso. Es una incógnita, la mía, la de cada año. No sé por qué en Navidades me siento solo y triste, incluso estando rodeado de un montón de gente que se lo pasa pipa a tu lado. Definitivamente las Navidades no son lo mío. Ni ahora ni nunca. Y tampoco entiendo por qué tantos vecinos ponen el árbol y el belén desde ya; quizás temen que a la Virgen se le adelante el parto. Y la tele, bueno, chiquita retahíla de pasteles amorosos y de reconciliaciones inexistentes. Las Navidades son el día siguiente al anterior, y muchas veces, casi todas, te sientas en la mesa con quien te sentaste ayer, pero mejor vestido y con comida más cara. No me gusta la Navidad, y no sé por qué. En esta época de deseos en los que se auguran su cumplimiento, yo pediría que me gustasen, pero creo que no va a pasar. Con lo cual intentaré distraerme haciendo cualquier cosa que me distraiga del entorno. Y así soy yo.

@JC_Alberto