El metalenguaje sanchista, por boca de los portavoces del Gobierno, considera algo absolutamente normal celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona el próximo día 21 de diciembre. En el mejor de los casos, si uno opta por no pensar que son absolutamente idiotas, es un exceso de ingenuidad. Desplazar setecientos antidisturbios -como poco- para proteger a los ministros y ministras y ministres tiene muy poquito de normal.

Los mismos que acusaban a Ciudadanos de "provocación" por celebrar un acto de homenaje a la Guardia Civil en Alsasua se van a comer ahora sus palabras con papas. Por ejemplo, el portavoz socialista en el Senado, Ánder Gil, que consideró la convocatoria una "grave irresponsabilidad" que se traduce en declaraciones y acciones para "avivar los conflictos y fomentar el agravio entre españoles". ¿Cómo calificará ahora la "provocación" de su propio presidente?

Pedro Sánchez ha decidido dar un giro en una política condenada al fracaso. Tendió la mano al independentismo catalán y solo le han dado dentelladas. En Moncloa han tardado en enterarse que el control del procés ya no está en manos de los políticos catalanes y que los paños calientes tienen un costo electoral insoportable. Pero las elecciones andaluzas se lo ha iluminado como las luces de un árbol de Navidad.

La facción más radical del independentismo, con el ausente Puigdemont a la cabeza y Torra, su presidente títere de comparsa, considera, con bastante lógica, que su única salida es el cuanto peor mejor. Ya se atreven incluso a sugerir que una salida viable al conflicto es la lucha armada, lo que significa que han perdido la poca cordura que les quedaba.

Cataluña es una bomba política que amenaza la unidad de España. Todo lo que se ha hecho hasta ahora ha sido perder el tiempo pensando que se ganaba tiempo. No hay tercera vía, ni modelo federal, ni pacto fiscal, ni acuerdo posible para quienes solo pretenden la secesión y la creación de una república soberana. Los Estados, llegados a un punto, solo se mantienen por el ejercicio de la fuerza coactiva. Y esa penosa realidad está penetrando lentamente por el buenismo del presidente socialista.

Ciertamente, celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona es una provocación. Pero una perfectamente legítima. Es un golpe en la mesa -el primero que da Sánchez- que supone un giro radical en sus políticas. Se acabaron los paños calientes. Se ha cansado de encajar y empieza a golpear. El Gobierno sabe que la que se puede liar ese día en Barcelona puede ser épica. Los comités de defensa de la república van a transformar las calles en un infierno. Pero eso solo cargará con más pólvora el saco de los argumentos de Sánchez.

Resolver el problema catalán será largo, será duro, será doloroso y costará una enormidad de tiempo. Pero solo hay dos caminos: el ejercicio de una fuerza razonable y moderada del Estado o la claudicación ante la independencia. No busquen otros, porque no existen.