Hará pocos días se ha conmemorado, que no celebrado, el aniversario de nuestra Constitución. Se ha recordado, porque no le quedaba más remedio a algunos, el hecho de que, hará cuarenta años, los españoles aceptamos, por una mayoría del 88 % de los votos -incluidas las comunidades autónomas que ahora tienen amnesia democrática-constitucional-, la norma suprema del ordenamiento jurídico español; a la que, se supone, están sujetos todos los poderes públicos y ciudadanos de España; convirtiéndose así, en la única constitución española que ha sido refrendada y aprobada en referéndum por el pueblo español.

Constitución ejemplar y avanzada donde las haya, que nos otorga a los españoles el protagonismo que otras normas -constitucionales o no-, nos habían pretendido usurpar. De hecho, no estaría de más recordar los primeros artículos de su Título Preliminar donde deja asentado, sin equívocos ni interpretaciones posibles, que: "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político"; o que: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado"; o este otro que no deja lugar a dudas: "La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria"; eso, sin olvidar que: "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles?".

Pero esta realidad histórica escrita con letras de oro, y consolidada con concesiones y renuncias, aceptaciones y acuerdos, ilusiones y esperanzas; y que culminó de forma admirable y pacífica en lo que hoy conocemos como "La Transición a la democracia", no es admitida por todos los "actores" que intervienen en la actual escena política española. De ahí que no la celebren. Casualmente, todos ellos hijos ideológicos de una cierta izquierda revanchista y populista, que tan solo pretende conquistar el poder por el poder; acabar con el actual régimen democrático; desmantelar el Estado de Derecho, la igualdad y la libertad de todos los españoles a través de sus "pequeñas revoluciones" que van en contra de nuestra historia, de nuestras costumbres y de nuestras tradiciones; ya sean estas sociales, culturales y/o religiosas; que, además, pretenden derribar nuestras instituciones más representativas; incluida la actual forma del Estado, la monarquía; y esta lucha y afrenta, que llevan a cabo el nuevo frente popular comunista-separatista, es la que apoya sin recato a Pedro Sánchez; todo ello con tal de pescar en este río revuelto de incertidumbres y menosprecio por la defensa de los intereses de los españoles, a que nos ha conducido este Gobierno irresponsable, que vive prestado en la Moncloa, y que es capaz de pactar con el diablo, si fuera necesario, con tal de seguir en el poder.

Hoy, más que nunca, es necesario recordar aquello que se dice sobre: "Quien se duerme en democracia corre el riesgo de despertarse en una dictadura". Los ciudadanos que aman y respetan la Constitución, con todo lo que ello implica, deben combatir, democráticamente, por evitar que les roben la esperanza; que les arrebaten su futuro, y, sobre todo, el de sus hijos; que impidan que se siga adoctrinando a las personas -principalmente a los niños- etiquetándolas de buenos y de malos ciudadanos en función de si hablan o no un determinado idioma o comulgan o no con los idearios ideológicos de los partidos de turno; pretenden que volvamos al cantonalismo, a la tribu, a la guerra entre hermanos a través de los sentimientos identitario; todo ello constituye, además de un error, un enorme peligro para la paz, la libertad y la convivencia.

Parafraseando a José Miguel Fernández-Dols, cuando hace referencia al estudio sicológico sobre el mal, de Ervin Staub, la violencia más destructiva para cualquier sociedad no recae en un solo suceso aislado, por terrible que este sea; sino que más bien constituye un proceso continuo de destrucción que casi siempre comienza con un "inocente" sistema de creencias que se suele traducir en una fina lluvia de odio; es decir, que pequeños hechos "banales" pequeñas agresiones o presiones o indicaciones físicas, sicológicas, simbólicas y/o ideológicas; tal vez un vandalismo de barrio, una pelea por temas de raza de idiomas o de opinión, que terminan en agresiones físicas puntuales, quizás unos comentarios o calumnias difundidas por las redes sociales?; todo ello nos puede conducir a que, esa simple e inocente fina lluvia de odio, intolerancia e incomprensión, nos lleve, irremediablemente, a tener que soportar y sufrir una tormenta devastadora donde acaben de igual forma víctimas y verdugos.

Lo que no puede permitirse la sociedad libre y democrática es servir de catalizador de dicho mal; no se puede seguir mirando hacia otra parte ni actuar con indiferencia ante el robo descarado de lo único que nos queda: la esperanza de querer seguir siendo justos, libres e iguales.

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