Sin duda se equivoca quien crea que en política las formas no valen al menos tanto como el fondo. O más. Que el accidentado Consejo de Ministros celebrado este viernes en Barcelona -un gesto, el de esta celebración allí, que salió mal no por culpa de quien lo programó- haya aprobado que el aeropuerto barcelonés del Prat pase a llamarse Aeropuerto Josep Tarradellas es un mero símbolo, si usted quiere. Lo mismo que, en su día, lo fue bautizar al aeropuerto de Barajas con el nombre de Adolfo Suárez. Pero es que resulta que la política vive de signos.

Me congratulo incluso de un gesto tan escasamente práctico como el puesto en práctica ayer anulando la inicua sentencia franquista de fusilar a Companys. Quizá esta política gestual, tan cara a Iván Redondo, no sea lo sustancial, sino lo accesorio. Pero estará usted de acuerdo conmigo en que, si cuando algunos lo demandábamos, el Senado se hubiese trasladado a la entonces llamada Ciudad Condal, o el Tribunal de Cuentas a Girona, pongamos por caso, las conexiones de Cataluña con el resto del Estado, o sea, de España, serían mucho más sólidas.

Y así, todo. Si algún reciente presidente del Gobierno no hubiese recurrido ante el Constitucional el Estatut de autonomía de Cataluña, si otro menos reciente no hubiese mentido por dos veces a Artur Mas, asegurándole que la formación más votada se haría con la Presidencia de la Generalitat, y luego no fue así, quizá hubiésemos detenido algo -algo- este torrente de incomprensiones. Si Rajoy no hubiera judicializado el problema, atreviéndose a hacer Política con mayúscula, seguramente hoy estaríamos en situación diferente, no se habría declarado aquella independencia unilateral ni los políticos catalanes estarían -mira que ellos también, o más bien sobre todo ellos, han cometido torpezas e iniquidades- en la cárcel.

Pero no es el momento de llorar sobre la leche derramada. Nos hemos equivocado todos, comenzando por los medios de comunicación, y punto. Los errores han proliferado a ambos lados del Ebro. Lo sustancial ahora es no seguir equivocándose. Creo, con todas las reticencias que usted quiera apreciar, que hay que mantener la vía del dialogo, del encuentro, y no la del mero palo con el clavo del 155 en su extremo.

Me parece, por el contrario, que hay que exagerar incluso en la política de gestos de buena voluntad, en vez de mantenerse en la permanente amenaza contra quienes piensan y sienten diferente. Claro que el golpismo, sea del signo que sea, tiene que tener un castigo: pero eso lo determinarán los tribunales cuando toque, que pienso que va a ser bien pronto. Y después, veremos lo que se hace.

Mientras, hay que insistir en los gestos de diplomacia, de acercamiento, de paz y de conllevanza. Bautizar El Prat con el nombre de Tarradellas me parece una buena idea, aunque no sé si lo parecerá tanto a los independentistas más irredentos, que consideraban al marqués de Tarradellas poco menos que un traidor a los postulados del fanatismo. Tarradellas y Adolfo Suárez, aquellos dos hombres que, desde las antípodas, supieron construir esa ''conllevanza'' que ha durado treinta años, practicaron una política de altos vuelos. Ahora, esa justicia póstuma que a veces resulta hasta curiosa en este país surrealista, los ha hermanado nuevamente en los aires.

Claro que ahora Pedro Sánchez, que confieso que me está sorprendiendo por su flexibilidad, tendrá que bajar a la tierra y negociar cosas más de andar por casa con ese Torra que ha dado ya excesivas muestras de irracionalidad, al que, dice, le parecen ''despreciables'' gestos como cambiar el nombre del aeropuerto barcelonés, pero que, qué le vamos a hacer, ostenta, aunque sea indignamente, la Presidencia de la Generalitat.

A Torra, en sus planteamientos ante los catalanes, le dan alas esos gritos de guerra que proceden de una oposición que parece que está entendiendo poco -o demasiado bien- la jugada de un Gobierno que hasta ahora, desde luego, no había estado demasiado brillante en sus planteamientos, en sus estrategias, en sus tácticas. Pienso que, se esté donde se esté políticamente, se milite donde se milite, hay que apoyar todos los esfuerzos de manos tendidas entre dos mundos, el catalán, el del resto de España, condenados irremisiblemente a entenderse. Como Suárez y Tarradellas, ahora unidos por el puente aéreo.