Domingo Pérez Minik, don Domingo, es una de las personas más ilustres que ha tenido Santa Cruz de Tenerife.

Fue un intelectual que se empeñó en darle a sus contemporáneos argumentos para sentir que el debate, sobre la vida, sobre la literatura o la política, requería respeto y por tanto conocimiento.

Murió hará ahora treinta años; nació en Santa Cruz el 24 de mayo de 1906 y falleció aquí también el 24 de agosto de 1989. Detrás dejó una obra importante, que se ha seguido reeditando gracias a la generosidad de la Caja de Ahorro de Canarias, a través de su fundación, y otros editores beneméritos han dado a la imprenta su obra. Fuera de Canarias, Gredos y Tusquets fueron también sus editores.

Él era un insular cosmopolita. Le gustaba que vinieran extranjeros y peninsulares a la isla, nos obligaba a aprender de ellos, a saludarlos, a ir a sus conferencias. Su personalidad era la de un ciudadano consciente de sus deberes democráticos; fue encarcelado por mantenerlos, en los albores de la guerra civil, y siempre se mantuvo al rojo vivo, como él decía; su compromiso no melló su buena educación, de modo que nunca se le vio, salvo excepciones, hacer gala de desdén alguno contra quienes fueron responsables directos o indirectos de su captura y calvario.

Yo fui testigo de uno de esos momentos en que don Domingo no pudo contenerse, al ver de frente a uno de aquellos verdugos. Pero su gesto fue sobrio: se limitó a darse la vuelta y dejar a aquel hombre con el saludo en la mano. Luego él no dijo sino esto: "Ese hombre mandó a matar a muchos ciudadanos".

Fue, sobre todo, un ciudadano ejemplar de Santa Cruz. Era su ciudad, la amaba, la recorría cada día, desde La Rambla hasta el Puerto, para ver los barcos, para comprar el periódico o para acercarse a la Redacción de EL DÍA, los viernes, y entregar allí en persona su artículo dominical, Diario de un lector. Fue habitante de sus barrios y de sus bares (el Sotomayor, donde hacía tertulia con sus amigos, era otro destino casi diario de sus pasos), y era, con todos los transeúntes a los que conociera (y aunque no los conociera), deferente y simpático. Era, sí, una persona simpática; no alardeaba ni de esto ni de nada, no era una persona populista, y tampoco era un hipócrita. Si estábamos cerca, si nos fijábamos bien, salíamos de la relación con don Domingo con la alegría de haber acudido a una escuela de vivir y de comportarnos.

Ahora se publican dos obras suyas fundamentales, su conferencia La condición humana del insular, un compendio de su manera de ver el carácter de los canarios varados en el mar cosmopolita, y Facción surrealista de Tenerife. Aquella conferencia, ofrecida hace cincuenta años, marcó su relación con la isla como sujeto de pensamiento, y se publica ahora en solitario en la editorial Azulia. Su trabajo sobre el surrealismo en Tenerife y aquella conocida visita de André Breton aparece bajo el sello Idea y es una edición preparada por un joven estudioso insular, Roberto García de Mesa. Los dos libros se presentarán en fechas próximas, coincidiendo por casualidad con este treinta aniversario de la muerte de nuestro ilustre intelectual.

Conozco del aprecio que el alcalde de Santa Cruz, José Manuel Bermúdez, tiene a la figura de Pérez Minik, como intelectual y como santacrucero. Me consta que sabe que uno de los pocos honores que la ciudad le ha dado a don Domingo después de su muerte es una placa escrita a mano que hay en su casa, aun superviviente, en la calle General Goded. Ya es hora de que esa calle, que tiene ahora un nombre variable, como todos los abstractos, sea la de su nombre. Es tan importante don Domingo para la historia de la ciudad que hasta la Rambla de sus paseos tendría que llamarse como él. Pero él reprocharía también este derroche. Pues la calle. Que la calle que era de Domingo Pérez Minik sea su calle. Ojalá que en este treinta aniversario el alcalde desvele esa placa.