Cualquier estado se debe superar, aplazar o reemplazar por un buen motivo. La gripe se olvidó por Serrat da capo, nada menos y, como yo mismo, una multitud armada de poderosas razones y con sus mejores afectos -padres, esposos, hijos y hasta nietos- contamos y cantamos las vibrantes cuatro décadas que el Noi del Poble Sec despliega, con sus facultades intactas, por los caminos de España; un país que, allá por 1970, en la epifanía de su "Mediterráneo", soñaba la libertad con el corazón, el estómago, las manos y la palabra, mientras ahora algunos la pervierten con el cálculo, el interés y el culo.

En sus interpretaciones -con una espléndida banda de seis maestros liderada por el gran Ricard Miralles- e inteligentes alocuciones, nos confirmó quiénes éramos, quiénes somos y, sobre todo, dónde estuvimos y dónde estamos; en consecuente respuesta musitamos sus letras y respiramos en sus silencios y quiebros. Desde todos nosotros cayeron los grises telones del miedo y el miedo al miedo, de la ira sorda y la rebeldía inmóvil; del pudor por los errores digeridos y del doloroso desencanto que resucita los malolientes fantasmas del pasado, con los pregoneros de los ismos más terribles y miserables; y entramos de su mano en el universo de las pequeñas cosas, que son las que sostienen y alientan a las gentes, a las buenas gentes de todos los tamaños.

Con valiente y lírica oportunidad, Serrat recorre caminos y, en su obligada escala en Tenerife, repasó -sin caer en la ordinariez del asunto, la acusación del dato y el morbo del detalle- todo cuanto afrenta a la razón y a las rectas conciencias; todo cuanto agrede e irrita a los espíritus libres que, para mal de los mezquinos, suman una esperanzada mayoría; denunció, sin el índice tieso, a los ruines trazadores y restauradores de fronteras; a los sordos pertinaces que ignoran las llamadas de socorro y mantienen la afrenta de los muertos sin oportunidades ni sepulturas; señaló con la sutileza del arte a quienes disfrazan los peores crímenes con nuevos bautizos.

Digo que Joan Manuel Serrat, en un oficio de luz de dos horas y veinte canciones, engrandeció y edificó al gentío libre y sosegado que le aplaudió con pasión; que, al término del acto, todos caminamos despacio para no espantar la memoria; comentamos a media voz, para no perturbar los ecos vivos de la música y nos arrebujamos en la ropa de abrigo y el calor de los seres queridos que, en una inolvidable noche de enero, nos acompañamos en la busca del tiempo perdido.