La televisión nos muestra imágenes: un centenar de personas en una frágil embarcación zarandeada por las olas. Están desesperadas, hambrientas y necesitan que las rescatemos. No hay nadie que tenga las entrañas de decir que hay que abandonarlas a su suerte y a la deriva. Pero ¿qué pasa cuando la balsa es un país y los náufragos a punto de morir son millones de ciudadanos?

Al otro lado del Atlántico se hunde una sociedad que hace no tanto tiempo se consideraba ''la perla'' del Caribe americano. Era una nación próspera, con grandes yacimientos de petróleo, minería, riquezas naturales, 2.800 km de costa, playas paradisíacas y una agricultura floreciente. En unas décadas se ha transformado en una sociedad fracasada donde el 86% de la población padece los problemas de una pobreza severa y carece de medios para llegar a consumir las 2.200 calorías al día que se consideran básicas. ¿Qué le ha pasado a Venezuela?

La respuesta es simple: cayó en manos de un populismo charlatán que ha terminado llevando el país a la ruina absoluta. Un populismo llamado ''revolución bolivariana'', una mezcla de nacionalismo indígena y socialismo redentor encarnada en la figura de Hugo Chávez, aupado al poder por el fracaso de la clase política venezolana.

Chávez intentó llegar al gobierno primero a través de un golpe de Estado que fracasó. Después lo hizo a través de las urnas. Una vez en el poder transformó a su pueblo en una sociedad clientelar manteniendo a grandes bolsas de población a base de alimentos y ayudas, tramitadas por el Gobierno, con cargo a los beneficios petroleros. Un sistema que fomentaba la indolencia social y actuaba de estímulo negativo para el trabajo.

Tras la muerte de Chávez en 2013 y el colapso de los precios internacionales del crudo que se produjo ese año, la impostura se derrumbó. La moneda nacional, el bolívar, se hundió en un proceso inflacionario que ha reducido su valor casi el cien por ciento. Fue un espectáculo peripatético ver a Nicolás Maduro, sucesor de Chávez, anunciando que Venezuela lanzaba una nueva moneda, el ''petro'', que iba a solucionar los problemas de financiación y sería un "ejemplo histórico". Al final solo fue el ejemplo de que la gestión monetaria del país estaba en manos de unos mentecatos de ignorancia enciclopédica.

Asesorado por el Gobierno cubano, Maduro se enfrentó a la crisis económica y social de Venezuela endureciendo su poder. Tras las elecciones de 2014, donde el opositor Leopoldo López denunció la manipulación de votos -la diferencia con el ganador fue de 1,5 puntos-, el presidente ordenó la detención de su rival, al que se condenó luego a 14 años de prisión haciéndole responsable de las manifestaciones de protesta de los venezolanos. Fue un juicio manipulado que después denunció el mismo fiscal que llevó la acusación, fugado a Estados Unidos.

Al año siguiente, en 2015, la oposición unida en la Mesa de Unidad Democrática, derrotó al chavismo ganando la mayoría de la Asamblea Nacional. Maduro dio entonces otro golpe a la democracia ordenando al Tribunal Supremo declarar en desacato al poder legislativo. Turbas de chavistas invadieron la sede del parlamento nacional, agrediendo a diputados electos venezolanos en unas imágenes que dieron la vuelta al mundo. Maduro decidió entonces convocar unas elecciones constituyentes y elegir otro parlamento oficialista paralelo. Y después, unas elecciones, a las que no se presentó la oposición, para renovar su mandato. Todo un trayecto hacia una dictadura feroz a la que no le falta detalle: ni siquiera el relato oficial de detenidos políticos que "se suicidan", esposados, arrojándose desde una ventana de un centro de reclusión. Y todo este drama se ha desarrollado ante el absoluto desinterés y cobardía de las democracias occidentales, donde las izquierdas comunistas han seguido defendiendo el régimen totalitario de Maduro con la fe del carbonero: el mismo ciego entusiasmo militante con el que defendieron a la Unión Soviética hasta su muerte por putrefacción.

La renta per cápita de los ciudadanos venezolanos ha caído a la mitad en menos de cinco años y casi cuatro millones de personas han huido del país. El destino de Venezuela está sentenciado. Las secuelas de la quiebra económica y el saqueo a la riqueza nacional se padecerán durante décadas. Maduro se aferra al poder como una garrapata y cuenta con el apoyo de sus generales. Las víctimas del nuevamente fallido experimento socialista revolucionario -millones de venezolanos que carecen de alimentos, medicinas o seguridad- empiezan a protestar en las calles, donde son asesinados. La comunidad internacional es un teatro de inútiles plañideras. La izquierda europea que defendió a Maduro ha enmudecido. Otra vez. La cobardía transforma el drama en un asunto ajeno: carne de diplomacia. Esa balsa y esos náufragos sí que pueden ser abandonados a su suerte.