En mi adolescencia veía cada sábado las ruinas de la casa natal de Viera y Clavijo, en Los Realejos. Como ya sabíamos quién había sido este ilustrado que trajo las luces a Canarias, desafiando la ignorancia del pasado, reconstruyendo lo que fue la historia de Canarias desde sus albores, extrañaba incluso en nuestras mentes tan juveniles aquel descuido al que la sociedad sometía los restos visibles de aquella personalidad que, al tiempo que todo lo que lo había albergado estaba en ruinas, le dedicaba calles, plazas e institutos.

No se me pueden pasar ni aquella visión ni aquella sensación de abandono, y cada vez que oigo hablar de don José de Viera y Clavijo lo imagino a él e imagino sus libros, sobre todo su magnífica Historia de Canarias, como víctimas de un vilipendio público que tardará aún décadas en lavarse. Por eso, cuando mi amigo Aurelio González y su compañera Teresa Mariz me contaron un mediodía de Madrid su interés, y el de sus compañeros de Gobierno de Canarias, en hacer en la Biblioteca Nacional una exposición adecuada de la historia del más célebre y atrevido de los historiadores canarios, me llevó la imaginación a aquella vivienda derruida en Los Realejos, y me llevé una alegría moral, la que se siente cuando alguien acomete una reparación y sitúa a alguien que lo merece en el lugar que le corresponde al menos en el renglón simbólico de lo público: la Biblioteca Nacional.

Ahora ya está esa exposición en la más ilustre de las instituciones de la bibliofilia; sé de los desvelos que Ana Santos, la directora de la BNE, y el propio Aurelio, junto con colaboradores que ahora están presentes en el estupendo catálogo que acompañan ese recorrido por la vida y la obra de Viera, han tenido que pasar para que se haga realidad esta minuciosa reconstrucción de una vida y una obra que es fundamental para conocer la propia vida de las Islas. Y me felicito como canario y como persona que ama la escritura y ama el ejercicio de la historia de que esa exposición represente como debe al ilustre isleño que representó entre nosotros el atrevimiento de pensar y de hacer historia.

El catálogo es magnífico. Entre los textos hay joyas que aconsejo convertir en objeto de desmenuzamiento: que se hagan monografías sobre Viera a partir de esos textos, que se hagan conferencias itinerantes a partir de lo que aquí se publica y que se convierta, en escuelas, en institutos y en otros centros educativos, la figura de Viera en un patrón ilustrado de nuestra historia y de nuestra vida presentes. Entre los textos he vuelto a comprobar la presencia, como historiador sereno y profundo, capaz de la historia y de la crítica de la historia, de mi compañero y amigo Francisco Fajardo Spínola, con el que aprendí tanto, a partir de su silencio y de su sabiduría, en el Colegio Mayor San Fernando. Uno de los más preclaros colegiales, hacía del estudio, del estudio de todo, hasta del alemán, un ejercicio civil de aprendizaje y de discusión sobre lo aprendido.

Su texto es una reivindicación de la manera de hacer historia de don José de Viera y Clavijo. Y es una excelente entrada a la utilidad de la exposición y de la pertinencia, aún hoy, de su exposición de nuestra historia. Dice Paco: "Por qué es grande la historia de Viera: porque por primera vez aborda el estudio de la evolución histórica del Archipiélago y hace una interpretación del sentido de la misma; por la ambición de su proyecto, que se propone el examen de los distintos aspectos de la realidad social; por el bagaje y la formación intelectual a partir de los cuales se plantea; por el rigor crítico y metodológico, por el impresionante acopio de fuentes, por su estilo narrativo".

Aunque seguro que Paco no partía de ese supuesto, eso que dice parece un discurso a favor del rigor, de la ambición, por el impulso intelectual que debe tener, ahora, en la actualidad, cualquier trabajo que nos impongamos. Una hoja de ruta que los ilustrados, y sobre todo Viera, se imponían para que la inteligencia triunfara sobre las ruinas. Ahora ya puedo pensar en Viera, gracias a esta exposición, no tan solo fijándome en aquella reliquia derrumbada que era su casa en mi adolescencia.