Para quienes llevamos escribiendo -mal- de la revolución socialista bolivariana desde que se le vio el caminar a la perrita, la actual crisis de Venezuela no es más que la consecuencia lógica de un régimen disparatado. Un sistema político manejado por incompetentes y militares que solo ha podido sostenerse en el tiempo gracias al petróleo, la única riqueza natural que, precisamente por eso, era invulnerable a la estupidez de los planificadores bolivarianos.

Los dictadores se apoyan siempre en las bayonetas. Es un clásico tan viejo como el mundo. De Franco se hacían los mismos chistes que de Fidel, Pinochet o Videla, capaces de nombrar a un general de infantería de secano como ministro de Marina. No es casual que los generales hayan ocupado numerosas carteras del Gobierno de Venezuela, disfrutando de los privilegios del poder.

Hasta el año 2013, en que murió Hugo Chávez y cayó el precio del petróleo, la impostura se mantuvo. El comandante se lanzaba unas soflamas patrióticas con las que epataba al pueblo sentado delante del televisor con la barriga llena. El régimen repartía comida patriótica a los dóciles ciudadanos, cultivando la creencia de que trabajar no era en absoluto necesario porque la revolución se ocupaba de ti. La renta ciudadana del arroz y los frijoles mezclada con la salsa de los sueños de Bolívar, el orgullo indígena y un feroz nacionalismo antiimperialista. Hasta que llegó la crisis del petróleo y mandó parar.

Chávez había instaurado un régimen perverso de apropiación de propiedades privadas que había terminado expulsando a los empresarios agrarios e industriales. Ellos fueron los primeros que salieron zumbando de un país en donde no existían garantías jurídicas. La economía productiva terminó desmoronándose para depender casi exclusivamente del crudo. Los vaivenes del mercado petrolero -las tácticas de la OPEP y la decisión de Estados Unidos de utilizar el fracking para obtener nuevos recursos- hundieron los precios del barril. Y ese fue el principio del fin de la pesadilla revolucionaria. La pérdida de ingresos disparó la deuda pública venezolana y la gestión de la empresa nacional de petróleos, PDVESA, condujo a la principal industria del país a la ruina.

A pesar de que el régimen se estaba endureciendo y transitando hacia un sistema autoritario, la revolución bolivariana siguió contando con defensores incondicionales. En España, Podemos -que tal vez tomó su nombre del partido Por la Democracia Social (Podemos) fundado en 2002 en Venezuela- mantuvo una inexplicable ceguera a la deriva autoritaria de Maduro hasta que hace unos pocos meses rectificó. Hace unos tres años, escribía un servidor: "Los lazos entre Podemos y el chavismo venezolano son evidentes. ¿Y qué? Pues nada. Es lo normal. Excepto que la situación a la que el chavismo ha llevado al país está al borde de la catástrofe y a nadie le gustará que le vinculen con un fracaso social de las magnitudes apocalípticas que se dan en Venezuela, un país dividido, en la ruina, con desabastecimiento, una inflación astronómica y un gobierno que va camino del autogolpe de Estado".

Pues nada. Saldemos las cuentas. El fracaso "de magnitudes apocalípticas" ha llegado. La moneda venezolana no sirve ni para sustituir al papel higiénico y la economía misma del país es un gigantesco retrete donde nada se puede comprar y casi nada se produce. La inseguridad y la violencia están a la orden del día. Y las fuerzas del Estado se han vuelto contra un pueblo harto de pasar hambre y carencias que se ha tirado a la calle para pedir el fin del régimen. Juan Guaidó no es un presidente elegido libremente por el pueblo venezolano. Pero Maduro tampoco. El país está en manos de los militares, descomponiéndose. Este es el resultado de la revolución nacional socialista bolivariana.

La izquierda europea aprendió; admitió el libre mercado como motor de prosperidad, con el complemento de la acción redistributiva de la riqueza por parte del Estado. Un equilibrio entre las virtudes del comercio libre y la acción por la justicia social en democracia. Pero hay otra izquierda radical y populista que sigue aferrada a la momia de Lenin. Y aunque fracase una y otra vez, se niega tercamente a admitir que sus sueños siempre acaban en pesadillas. El ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra comunista: el Estado planificador y totalitario que ha vuelto a fracasar en Venezuela.

Y encima, aún nos queda escuchar a los defensores de ese populismo echar la culpa del fracaso a la comunidad internacional o a la irresponsabilidad de la oposición venezolana. De hecho ya argumentan que lo de Guaidó es una especie de golpe de Estado, como si Maduro no estuviera sostenido por los generales. No se sorprendan, el universo tiene límites, pero la estupidez humana no.