Aunque confío sinceramente en que nada cambie y que el derecho de huelga tenga tanto predicamento y misterio como las verdades teológicas más inasibles e inextricables, cada vez que surge en los medios la huelga como noticia, se debe a todos los estragos que causa. Porque la cotidianidad y libertad de la inocente población civil se ve drásticamente violentada y sus derechos vulnerados. Se toman aquellos como precio necesario a pagar, así fueran fenómenos naturales extraordinarios. Resulta conmovedora la comprensión de los violentados. Han oído de siempre que la huelga viene a ser sagrada y así la aceptan: el derecho, el concepto, el producto, su indesmayable aura primigenia.

La huelga aparece como potencia envuelta por un rayo solar cegador que carece de historia, sociología y evolución. Contra los huelguistas la emprendieron los patronos y sus bandas, terratenientes, mafias, policías, ejércitos, bolcheviques, izquierdas en el poder. Las reivindicaciones de los huelguistas constituían hace siglos, a veces, directamente el mero poder vivir o morir. Los esquiroles fueron el reverso de aquel mundo agotado. Aquellas condiciones objetivas son hoy inimaginables en nuestra sociedad de consumo, grandes superficies, potentes vehículos, viajes encadenados y amplios servicios sociales.

Fue afortunadamente otro mundo arrasado. Salvo la sacralidad, y por tanto incondicionalidad de la huelga. A la paleoizquierda le cuesta identificar procesos históricos y cambios sociales, de forma que todo ha seguido igual, aunque todo haya mutado. Nadie apela ya a la huelga para poder vivir, y tampoco obedece a la dicotomía capitalista/proletario sin terceros en juego, luego merece ser extraída por completo de su génesis y función. Lo que ahora está en juego es lo que los clásicos conocían como bien común o interés general.

En España, el obrerismo (el sector primario/agrícola de la izquierda) depuesto y comparsa marginal de la paleoizquierda autoproclamada feminista y demás sumas (que amueblen el desierto de ideas) sigue apostando por una sociedad parcelada por agentes de derechos "absolutos e imperiosos", siempre sectoriales o ahora identitarios. Una sociedad fragmentada por diferencias en cascada y desigual por guerras de colectivos (inextinguibles los gremios medievales) contra una sociedad civil de ciudadanos adultos y responsables, y sus derechos fundamentales: libertad de movimiento, trabajo, a no ser domeñados por grupos. La izquierda en general tolera la libertad, pero lo que realmente anhela es el colectivismo (obsérvese, por actual, resistencias y tibiezas con Maduro) y todo lo que sea pasado. Lo totalmente reaccionario.

No hay respeto a los derechos del individuo adulto, responsable y libre sin una idea fuerte de sociedad/comunidad: de ciudadanos.