No sé si ustedes lo han advertido, pero hoy en día es casi imposible que un ama de casa se avenga a destripar un pescado para luego cocinarlo. Esa misión, antaño desconocida, corresponde hoy al pescadero que nos endilga el bicho recién pescado -eso dice la propaganda-. ¡Arrégleme y trocéeme en filetes el pescado, que vuelvo en un rato a recogerlo! Esta última es la frase habitual ante una pescadería de un supermercado, porque ahora es casi el único lugar en donde se puede conseguir un pez de crianza, alimentado con pienso para las aves, con lo cual el dichoso pescadito cuando lo vas a degustar no puedes evitar encontrar un cierto sabor al granulado que se han zampado. Algunos pescadores, como es mi caso, solemos fondear el aparejo en la cercanía de una jaula, que ha estado fondeada largo tiempo, siendo visitada únicamente por el barquito que suministra la comida a los peces, doradas y lubinas mayoritariamente; la rutina es siempre muy sencilla, pues solo consiste en repartir paladas del ansiado alimento y dejarlo sumergirse por inercia, si antes no le asalta la voracidad del pez allí residenciado.

El caso es que hablando de estas rutinas, hoy por hoy lo único que ha progresado es la venta de utensilios para la pesca de bajura u orilla, ya que al filo de la tecnología se venden cañas de fibra que son mucho más resistentes que las incautadas de bambú, previa propina al jardinero del parque municipal, donde luego había que realizarle una reconversión reforzándola con la ayuda de nilón e hilos de colores chillones, e incluso troceándolas para convertirlas en complementarias, dotándolas de casquillos de cobre que encajaban a la perfección y no se oxidaban nunca. De este modo, la habilidad del propietario de la caña era en función del logro conseguido, que venía a ser luego un instrumento eficaz a la hora de pescar algún ejemplar del litoral inmediato. Porque, no nos engañemos, ahora la pesca, salvo en casos puntuales, se ha convertido en un postureo inútil, en donde el "pescador" se acerca al lugar presuntamente bueno, armado hasta los dientes, con toda clase de aditamentos, que van desde carretes eléctricos, boyas con luz propia y aparejos prefabricados, porque la habilidad para prepararlos previamente es ahora una perfecta desconocida, carente de la enseñanza paterna consiguiente. Y si a esto añadimos la escasez casi absoluta de peces, tenemos la imagen del citado postureo del pescador atrabiliario, que valora más el precio de su chandal de última generación, que la carnada de langostinos que lleva consigo y que hace ascos a los peces, que han refinado sus gustos y no caen en el señuelo del anzuelo oportuno. Pero no acaba aquí la mencionada e inútil afición, pues ahora suele estar dotada de embarcación propia, homologada y registrada en una lista de recreo, previa posesión de un carné de motorista para un motor de pequeño caballaje y un tamaño de barca con eslora limitada (largo). De no poseer este permiso, está condenado a ponérsele los ojos como platos a la vista del paso de una patrullera de la Guardia Civil, que se abarloará para pedirle toda la documentación y aplicarle la correspondiente multa, si incumple con la normativa dispuesta. Para uno, que ha pasado por todos las situaciones descritas, no deja de resultarle pintoresca la inútil estampa de un pescador de coplas -y no de otra cosa- disfrazado de tal guisa, como dije, con onerosas ropas de marca. Me viene a la memoria la imagen de un mago, con el cachorro empurrado y descalzo, y con los pantalones remangados más la caña tomatera al hombro, acompañado de un cubo plástico o, como mucho, el último cacharro de pintura sobrante salido de la ferretería más próxima, sin olvidarnos de la lata de "juyones", que son los minúsculos cangrejitos que de forma laboriosa han rebuscado antes levantando pesadas piedras durante la bajamar, o en su lugar las preciadas y escasas lombrices, que previamente se curan con piedra tosca machacada hasta convertirlas en un polvo fino en el que sobreviven por un tiempo.

Mencionados estos aditamentos imprescindibles, sólo falta que las doradas de las jaulas, haciendo gala de mayor fortaleza, den buena cuenta de la comida de los pejeverdes y fulas de las inmediaciones, y no digamos nada si consiguen pescar una vieja. Porque entonces convocarán por móvil a todos los amigos para celebrar un minúsculo banquete de celebración, brindando con buen vino y presumiendo de sus casuales habilidades artesanas. Eso si antes no consiguen tragarse junto con las tripas, algún residuo de plástico de desecho, convirtiéndose en aliados de las tortugas autóctonas. Dicho esto, dejo el consejo para los padres noveles, cuando sus retoños le pidan una caña nueva de pescar, con carrete incluido, para cobrar utopias de plástico.

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