Sentada frente al ordenador intento aclarar mis ideas, quiero expresar sin dejarme nada atrás lo que siento. Mi trabajo es maravilloso, de eso no me cabe la menor duda. Cada día, cada instante, la vida me regala un tiempo íntimo con cada persona, una persona que se sienta al lado mío y se abre a mí. ¿Acaso no es un lujo?

Desde el momento que llegan por primera vez, veo a la persona, escucho su historia, empatizo con ella. Me intriga cada detalle, hago preguntas y me voy imaginando su vida. Las personas se desnudan ante mí y poco a poco se abren más, me van contando su vida. Mi curiosidad y las ganas de ayudar hacen que comience un baile entre dos, que va evolucionando sesión tras sesión. Cuando sufren, sufro con ellos, pero cuando ríen, reímos juntos.

Ser terapeuta no fue algo que soñé de pequeña, más bien fue mi infelicidad la que me llevó a acudir a terapia. No me pasaba nada en especial, simplemente estando bien, no lo estaba. Mi proyección de vida, antes y después, fue totalmente opuesta, y doy las gracias cada día por ese momento en el que di el paso de ir a terapia. A medida que iba y para mi sorpresa, mi terapeuta me decía que debía dedicarme a esto. ¡Está loco!, pensé, pero cuando empecé a sentir mi bienestar y a conocerme mejor, la idea que un día sembró empezó a tomar forma. Soñé con tener mi propia consulta y así hacer sentir a todo aquel que viniese la felicidad que había logrado hacer crecer en mi interior. Cada paso que damos y cada decisión que tomamos nos lleva a otra resolución de nuestra vida, ¿qué hubiese sido de mí si no hubiese ido a terapia?

Tras años de terapia para poder ser mejor terapeuta, y terminados mis estudios, me lancé al mundo de la ayuda, al mundo del dolor, y al mundo de la satisfacción. ¿Por qué satisfacción? Porque no hay nada más gratificante que ver crecer a una persona delante de ti, ver cómo vienen al principio, y ver cómo se van. Es un final donde la persona, en función de las circunstancias, acepta, se responsabiliza, reinterpreta las situaciones y recoge herramientas para poder llevar una vida diferente a cómo la estaba viviendo, una vida desde la tranquilidad y la serenidad de dar pasos seguros y confiados. Una vida que lleva una felicidad interna que nada, ni nadie, puede estropear y si lo hacen, saben cómo identificarlo y gestionarlo para poder seguir avanzando.

Por supuesto, todos tenemos problemas más o menos graves, a todos nos han pasado cosas, pero ¿cómo los vivimos?

Nacemos, crecemos y vamos viviendo la vida como nos fue viniendo. ¿Cuántas experiencias podemos contar? ¡Son tantas! A veces no las catalogamos como importantes, a veces sí. Pero, ¿sabes qué? ¡Todo cuenta!

Podemos hablar de nuestra infancia, de la adolescencia, de la universidad, del trabajo, del amor, del sexo, incluso y, sobre todo, de las críticas que hemos recibido o nos hemos hecho. Al final, todo ello va haciendo mella en nuestra historia y, tristemente, nos ha llevado a esta situación.

Cada experiencia nos va marcando y mi experiencia me dice que podemos visualizarla desde la no emoción, desde la risa o desde el malestar, quizás ahora no le damos importancia, o sí, pero ¿qué ocurría cuando la vivimos?, ¿podríamos decir lo mismo? La vida nos va generando experiencias y esas experiencias pueden ser buenas o malas, todas dejan huellas y esas huellas quedan ahí, como sombras que andan detrás de nosotros, quizás reaparezcan, quizás no. Pero si se repiten, ¿nos irán calando hasta un punto que nos hará crear una imagen de nosotros mismos que puede que no sea real? El problema es que eso nos irá generando malestar, y lo peor es que crecerá, se generalizará y nos hará sentir mal. Pero, ¿es real?

Yo no creo que nadie nazca siendo egoísta, se hace, tampoco creo que nadie sea narcisista, se hace, y como esos ejemplos, miles. Creo en la esencia de cada uno, creo en la mejor versión de cada uno, y las experiencias hay que transformarlas para poder llegar a ello.

Oímos que la felicidad son instantes, que está dentro de cada quien, pero muchas veces nos cuesta encontrarla. Tenemos miedos, tontos o no, pero hemos aprendido a convivir con ellos y evitarlos todo lo que podamos. Los miedos nacen de una experiencia fortuita, o no, casual o quizás no, y si les damos poder, por las circunstancias o porque no los digerimos, nos pueden generar ansiedad, depresión, problemas físicos, sexuales, de pareja o un largo etcétera. Normalmente las personas decidimos ir a terapia cuando ya lo hemos intentado todo por nuestros medios y no lo conseguimos o cuando ya el malestar en insoportable y nos afecta demasiado en nuestra vida diaria. Y aun así muchas personas siguen viviendo y deciden no pedir ayuda. A lo mejor nos desahogamos con amigos, buscamos consejos en Internet, leemos libros de autoayuda, pero a lo mejor no. Al final, algo que era pequeño e insignificante ha ido creciendo dentro de nosotros y no nos deja vivir bien. ¡Qué lástima! Y entonces me pregunto, ¿por qué se tarda tanto en ir a terapia? O incluso, ¿cómo es que no llegamos a ir?

La figura del psicólogo se ha tratado como la de un loquero, tiene mala imagen, aunque no tanta últimamente, quizás oíste de una mala experiencia de alguien, incluso si vamos, lo ocultamos, ¿por qué? Porque se nos ve débiles, porque ir a un extraño a contar tus intimidades? ¿crees que no ayuda? Estamos en una sociedad donde prima el estar bien, ser felices y debemos poder con todo. Pues no. No es así. Los tiempos cambian. Al igual que existen mejoras en otros aspectos, esta época también busca estar mejor de forma interna. ¿Qué tiene de malo ir a terapia? La elección del terapeuta es importante, crucial. Si vas y no te convence, ¡vete a otro! Acaso, ¿no haces lo mismo con otros profesionales, o incluso, con otras cosas?

Mi trabajo a nivel individual me ha enseñado muchas cosas, y a nivel profesional muchas más. Crezco cada día con cada uno de mis pacientes, desde la humildad y desde el amor hacia ellos, intento por todos los medios que lleguen al bienestar, cuando estoy en terapia estoy en ellos y solo por ellos, escudriño mi cabeza buscando las soluciones, a veces vienen solas, otras cuestan más, pero mi experiencia solo se puede resumir en ''maravillosa'', aunque eso no exima de muchas emociones durante ella. Los pacientes se convierten en parte de mí y yo en parte de ellos. Vivo con ellos. Siento con ellos. Pero el final duele, porque implica separarme de algo muy mío, con la simultánea conciencia de que llegó el momento, de que los voy a extrañar: a extrañar-te. A extrañar-nos. Sufro un duelo, pero desde la serenidad y la felicidad de que somos algo muy íntimo, algo que perpetuará en la vida de cada uno. Tú has dejado algo en mí. Y yo he dejado algo en ti. ¿Se puede pedir algo más?

*Psicóloga y terapeuta

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