Llevo largo tiempo reparando en que los hispanohablantes planetarios no tenemos rival a la hora de adoptar términos originarios de la antaño Britania. Mientras la mayor parte de los países del mundo recurren al uso de anglicismos, bien porque sus idiomas son pobres, bien para suplir conceptos de reciente creación en disciplinas como la economía o la informática, nosotros hemos ido mucho más allá. En un alarde de generosidad, hemos optado por utilizar términos de los que ya disponemos en nuestro diccionario pero que, sacrosanta globalización mediante, nos aportan un perfil más moderno y aperturista, mientras arrinconamos a aquellos y los condenamos a una muerte segura. En esta loca carrera hacia ninguna parte hemos decidido ponernos al día para evitar ser tachados de retrógrados idiomáticos, al margen de que la Real Academia Española tome últimamente algunas decisiones que a los enamorados de la lengua de Cervantes nos inunden de razones para hacer las maletas.

Qué tiempos aquellos en los que los pins eran insignias, el lunch, una comida ligera, el casting, un reparto de actores y los posters, carteles que colocábamos en las paredes de nuestras habitaciones de adolescentes. Por aquel entonces, los empresarios hacían negocios en vez de business y los obreros se lanzaban en plancha a la fiambrera -nada de tuppers- para averiguar el menú de rigor. Y es que el universo gastronómico tampoco se libra de esta moda funesta y, así, los tradicionales tazones de leche que acompañaban a la típica porción de tarta o a la ancestral magdalena ahora se transforman, por obra y gracia del progreso intercultural, en un bowl con cake o muffin, a elegir. Y, por lo que respecta a realizar una breve parada para engullir una hamburguesa con tocino en una tasca, ahora se trata de un break para tomar una burger con bacon en un local de fast food.

Por lo visto, no hay color. El nivel intelectual aumenta sin discusión y nos aporta un tono más cool (o sea, con más estilo) para poder ir de shopping (vulgo, de compras) y aprovisionarnos de jeans, leggins, sweaters y boxers (los vaqueros, mallas, sudaderas y calzoncillos de toda la vida). Actividades tan populares como hacer gimnasia o salir a correr mejoran de por sí su reputación si se definen con la mayor naturalidad del mundo como aerobic, footing, jogging o running, y no digamos nada si además se realizan bajo la supervisión de un personal trainer, o sea, el clásico entrenador. En definitiva, ahora somos mucho más fashion porque dejamos los coches en el parking (en vez de en el aparcamiento) para ir a la oficina a enviar unos mailings (correos suena equívoco) antes de la aconsejable terapia de grupo con el recién contratado coach que instruya y oriente sobre sus capacidades al personal. De hecho, los últimos en sumarse al carro han sido los representantes del sector empresarial, con sus inevitables brainstorming, crowfunding y networking (en cristiano, tormenta de ideas, micromecenazgo y red de contactos profesionales).

Por fin, llegada la jornada a su ocaso, encendemos un televisor que nos rebota imágenes de magazines y de realities en los que los protagonistas de las noticias son víctimas de alguna interview. Entre declaración y declaración, nos dan paso a la publicidad, una serie de spots que antes se llamaban anuncios y que ya no estamos por la labor de soportar gracias a las ventajas del zapping (lo que en román paladino se conoce como cambiar de canal). Es para volverse loco. Menos mal que siempre nos quedará el consuelo de alardear de ciertas prácticas imposibles de traducir a otras lenguas, como nuestra tradicional y genuina siesta. Y es que, entre las importaciones sajonas y los eufemismos autóctonos, va a llegar un momento en el que no vamos a saber ni hablar. Por lo que se refiere a leer y escribir, hace ya varios lustros que perdí la esperanza.

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