Las reacciones culturales, sociales y populares suscitadas por el fallecimiento de Martín Chirino, que este periódico ha tratado de comunicar con toda la amplitud posible, carecen de precedentes en Canarias por cantidad y calidad. El genial artista que logró representar la ingravidez del viento en espirales de hierro dejó en este signo, el más constante de todos los suyos, un símbolo perenne del alma canaria: la espiritualidad y la ensoñación poética incardinadas en el esfuerzo, la voluntad de ser en el duro ejercicio del vivir.

Insistiendo en el menos es más, inmutable definición de su arte, quería describir el horizonte sin límites que el alma abre y proyecta desde la conciencia de sí misma; un instante de análisis, un pensamiento sobrevenido, la retromirada fantaseadora ante un testimonio aborigen, la emoción desatada por una forma ancestral, o el íntimo anhelo de interpretar desde las raíces los misterios de la vida y el mundo, pueden dilatarse hasta el infinito en el sueño y la realidad. Menos es más. Él lo sabía.

La fábula del herrero fue en 2014 el título de su discurso como académico de honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Ya en 1959 afirmó: "en sus fuentes, mi escultura se hermana con la reja y el arado" Y repetía en el acto académico: "Así me convertí, en palabras de mi maestro Ángel Ferrant, en un escultor, un herrero, un artesano, un geómetra, un poeta racionalista, un constructor, un investigador de signos, un hombre de mi tiempo, un artista de lenguaje universal cuya raíz, muchas veces, nace de una herencia de culturas históricas y del sentimiento de una identidad geográfica".

Esta herencia, esta identidad, palpitaron realmente muchas veces en las horas que Martín Chirino dedicó al pensamiento de la forma, al reiterado diseño del objeto y a la forja directa, con las propias manos, de todas y cada una de las más de ochocientas obras que ha dejado. Un universo superpoblado de ideas pero perfectamente diferenciado en el tiempo y el espacio que hacen cuajar los signos finales. Canarias siempre en el principio, deslumbrante o dolorosa, inspiradora o recreada, amistosa u hostil, pero necesaria desde la especulación original sobre la esencia.

Canario de sangre, lo fue también en su palabra y actitud ante todos los ciudadanos, países y continentes que descubrieron en su obra la extraña belleza del antiguo misterio y la embridada disciplina de la imaginación. La progenie cultural y espiritual de sus signos privativos, inconfundibles, era desvelada por su palabra ante quienes desconocían sus orígenes. Críticos, estetas e historiadores del arte convinieron en asumir la sustancia canaria como talismán de la plena comprensión. Y el escultor seguía adelante con el tesoro de su fantasía, creando series admirables, inconfundibles e inimitables, tantas veces bautizadas con vocablos o neologismos de sustancia isleña. Y así ocurrió que su fama fecundó en paralelo la fama de Canarias. Nuestra fama como pueblo y cultura, nuestro hecho diferencial, la certeza de aportar una personalidad singular al conjunto de los pueblos de la Tierra.

Y eso es lo que debemos a Martín Chirino, además del insuperable deleite que nos regala su escultura, el bienestar que inspiraba su palabra calurosa y amiga, el sentimiento de amor que concitaba, el orgullo de saberle empeñado en ser amigo de todos, conciudadano tan asequible al más humilde como al más poderoso.

Todo eso nos ha dejado y, además, muy cerca de la playa de su niñez soñadora y sus juegos con el viento atlántico grabado en la arena, el admirable museo que contiene algunas de sus obras capitales, desde los inicios hasta los últimos años. Su última voluntad ha cerrado la curva incandescente: el deseo de descansar en tierra canaria al final de su trayectoria en tres continentes. Final de la materia, nunca del espíritu, esa sustancia imperecedera que mantendrá por siempre su nombre grabado en el corazón de cuantos le admiramos y seremos relevados por todas las generaciones futuras que sean capaces de conmoverse ante las expresiones supremas del Arte.