ALTAS CUMBRES y profundos barrancos, como huellas imborrables que el tiempo deja en la tierra, identifican un paisaje sugerente y genuinamente tinerfeño, un escenario que se manifiesta de manera singular allí donde Anaga y Daute surgen altivos para recortarse en el rojo atardecer. Es una naturaleza pura, inmaculada, en la que aparece una noble figura que domina el entorno sin quebrantarlo, respetando su esencia, y formando una comunión estrecha con ese universo del que forma parte.

Es esta una imagen plena de simbolismo patrimonial que nos habla de un tiempo que, aunque ya pasado, aún pervive en nuestros corazones, una representación que nos acerca a un período histórico en el que esas montañas invulnerables fueron pisadas por una raza noble y orgullosa. El tamarco y el banot describen una personalidad serena en su potestad de guardián de su patria y de una hacienda sencilla pero muy valiosa, una tarea ardua para la que cuenta con el resguardo inestimable de sus compañeros.

Esta imagen compone en sus trazos una estampa sumamente expresiva con apenas unos cuantos elementos, que no obstante permiten relatar una historia ciertamente densa. Y es así porque la contemplación de este cuadro nos mueve a concebir la peripecia vital de un pueblo que un día se enseñoreó de esta Isla que hoy habitamos, de este solar que anima nuestros corazones, despierta nuestros sentidos y también suscita nuestros desvelos e inquietudes.

Tenerife ha de ser objeto de un empeño constante, de una dedicación permanente a su causa. Porque esta tierra en ocasiones dura y exigente también sabe ser agradecida y acogedora, no importa de qué tiempo se trate ni a quién deba dispensar su amparo. Así fue en aquella época primera en la que los guanches contrastaban su figura desde sus altos riscos y así es ahora cuando sus herederos dedicamos nuestros afanes a hacerla cada vez más próspera y habitable.

Ricardo Melchior Navarro

Presidente del Cabildo de Tenerife