Acaba de presentar un libro repleto de programas para "lavar" textos. Un proyecto que nació a partir de una apuesta laboral -un blog profesional de corrección de textos- que se transformó en "algo divertido". El periodista Ramón Alemán dio a conocer recientemente el contenido de "Lavadora de textos", un conjunto de artículos que empezaron a respirar en internet y que continúan latiendo en un formato de papel que incorpora la firma de Alberto Gómez Font, coordinador general de la Fundación del Español Urgente, en su prólogo. "Consultar un diccionario no tiene que generar vergüenza", argumenta el corrector lagunero.

Atreverse con un libro que tiene estos contenidos puede hacer que otros lo vean como el "listillo" de la clase, ¿no?

Sí, pero eso ya me ocurría desde los tiempos en los que hacía labores de corrector en la redacción de un periódico. Eso es algo que hago desde una posición de normalidad. La gente que trabaja con textos me mira con miedo, pero desgraciadamente alguien tiene que hacer el papel de malo: un poli de redacción...

Ya en las primeras páginas pone en guardia al lector explicando que su misión es "eliminar algunas suciedades" que aparecen en los textos. ¿Cómo se le ocurrió empezar esta "limpieza"?

Dentro del lenguaje propio de la corrección profesional de textos se utiliza como tecnicismo o como un verbo asociado a esta actividad el concepto limpiar. En ese sentido, cuando decidí crear el blog, que al fin y al cabo no era más que una ventana para mostrar una actividad laboral, busqué algo que explicara mi función. Así fue como llegué al concepto de lavar, que es básicamente el trabajo de un corrector: dejar los textos un poco más presentables. Eso sí, los textos nunca quedan perfectos, entre otras cosas, porque todos cometemos errores. Y ahí también incluyo a los correctores.

¿Entonces, en base a lo que dicta su experiencia profesional, una persona que trabaja con textos no pregunta una duda por miedo o por comodidad?

Por lo que yo he podido aprender a lo largo de mi carrera profesional, en un colectivo que trabaja con el lenguaje como herramienta da la sensación de que no está bien visto que alguien te pille consultando un diccionario, es decir, que un gesto que es muy natural acaba siendo algo extraordinario.

¿Hay que consultar más el diccionario?

Consultar un diccionario no tiene que generar vergüenza. Al revés, es imprescindible que haya uno cerca de un profesional que trabaja con textos. Hay un fenómeno, quizás instintivo, que se desborda en el instante en el que una persona comete la osadía de comentar en voz alta que duda sobre cómo se escribe una palabra o el sentido que le quiere dar a una frase. A partir de ahí se produce una situación que por lo menos es bastante curiosa. No es bueno hacer ver en público que uno tiene respuesta para cualquier duda. Sobre todo, porque uno no está obligado a tener la solución mágica. El acto de decir no lo sé, voy a mirar un diccionario, debería provocar orgullo. Alberto Gómez Font dijo en la presentación de este libro que el día que una persona deje de dudar debería ir a un psiquiatra y sincerarse con él: doctor tengo un problema, no dudo...

¿Tener una gramática que busca unificar unos criterios en torno al castellano y, por lo tanto, está en un proceso de constante renovación complica la tarea de los profesionales de la corrección?

Algunas de las modificaciones que se introdujeron en la última revisión no son ninguna novedad porque son cuestiones que ya habían sido aprobadas anteriormente. Lo único que hizo la Academia en su informe de 2010 fue recordar que esas normas hay que acatarlas. En mi condición de corrector no me queda más remedio que acatarlas, pero desde mi posición de usuario de unas formas de escribir creo que están argumentadas. Como súbdito de la Real Academia de la Lengua no tengo que debatir con la institución sus decisiones porque las comparto, aunque eso no significa que todo lo que allí se diga vaya a misa: su misión es recoger el uso del español, no ordenar cómo se utiliza el español.