"My Fair Lady es un bombón, un regalo para los sentidos". Con esta entusiasta declaración resume Paloma San Basilio su reencuentro con Eliza Doolittle, o lo que es lo mismo, "My Fair Lady", obra con la que se despedirá de los escenarios. Un adiós que comenzará a fraguarse en Tenerife, cuando el próximo 29 de junio se alce el telón del Auditorio santacrucero, punto de partida de una gira que llevará el espectáculo dirigido por Jaime Azpilicueta a veinte ciudades españolas.

Rápida de pensamiento, ágil en el verbo, impecablemente vestida y con su proverbial elegancia, la actriz y cantante madrileña desgrana para EL DÍA las claves de un personaje y una obra con la que ya conquistó uno de sus mayores éxitos en 2001, triunfo parangonable a los conseguidos a lo largo de tres décadas con obras como "Evita" o "El hombre de La Mancha", que la coronaron con la reina indiscutible del musical en España.

Eliza Doolittle no es una desconocida para usted. Ya la interpretó en su regreso a los escenarios en 2001. ¿Cómo le ha recibido el personaje al cabo de once años?

Está encantada. Es una vieja amiga con la que me he reencontrado y a la que he participado muchas de las cosas vividas a lo largo de estos años. Ella me ha encontrado con mi ilusión intacta y yo a ella, con una absoluta vigencia. Eliza es un personaje muy moderno, encontramos hoy mujeres como ella en todas partes. Desde esta perspectiva, tan actual, me parece positivo rescatar a una chica que lucha por salir adelante en un mundo donde todo está en su contra.

Para una actriz es un bombón interpretar a una mujer desdoblada o que, como en este caso, es transformada en una mujer diferente. ¿Qué le dificultades le plantea esa escisión?

El mayor atractivo del personaje es su diversidad de matices, porque no hay dos Elizas, sino muchas, y todas encuentran su reflejo en las mujeres de hoy. En la actitud de Eliza hay una avanzada del feminismo porque, a través suyo, la mujer es vista como un valor en sí mismo, no como un objeto manipulado por el hombre y por la sociedad. Cada vez que retornas al texto de Bernard Shaw descubres nuevos matices del personaje, una mujer de gran calidad humana, inteligente, con un punto de inocencia que le permite vislumbrar una salida a su condición, lo que si fuese escéptica jamás se le pasaría por la cabeza.

Pigmalion es un arquetipo que forma parte de nuestra cultura, desde los tiempos de Ovidio, pero, ¿cómo cree que va a ser entendido desde la mentalidad actual que una mujer acepte ser cambiada por un hombre y al final consienta en traerle, literalmente, las zapatillas?

Es verdad que Higgins transforma a Eliza, pero ella también lo cambia a él. La obra contiene una lectura interesante en el sentido de que dos personas con caracteres puestos pueden enriquecerse mutuamente sin caer en la subordinación o el parasitismo, finalmente convencidos de que juntos trabajan mejor. No olvidemos que ella no lucha tanto porque Higgins la quiera como por hacer realidad su sueño de abrir su propia tienda de flores. Antes, está a punto de casarse con un hombre sin empleo, Freddy, un chico sencillo, simple, enamoradizo, algo panoli, al que dice que va a mantener, lo que en el contexto de la época es un prodigio de modernidad. Creo que al final, y pese al discurso autojustificatorio de Higgins, se ve que este la echa de menos y que si Eliza le trae las zapatillas es porque quiere, ya que, de otro modo, el profesor se quedaría sin ella y sin zapatillas.

Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, en el teatro, y después George Cukor, en la pantalla, plantearon el "Pygmalion" de Bernard Shaw como un nuevo capítulo de la guerra de sexos. ¿También usted ve la obra bajo este prisma?

Ahora ese planteamiento no tiene tanta vigencia, ya que, socialmente, el machismo pierde puntos a marchas forzadas. Aunque solo sea por imperativos económicos, la sociedad actual no puede permitirse el lujo de ser machista, ya que hoy hacen falta cuatro manos para llevar dinero a casa.

No ha dudado en dar un voto de confianza al gobierno actual. ¿Hasta dónde estaría dispuesta a darle crédito?

No creo en los partidos. Por culpa de ellos la democracia se convierte al final en una oligarquía a su servicio. Partiendo de esa base -y teniendo en cuenta que los discursos políticos no son sinceros ni transparentes, ni hay una comunicación real con los ciudadanos- doy mi apoyo a este gobierno porque entiendo que España necesita un cambio. Pero insisto en que políticamente no me caso con nadie. Tendremos que estar expectantes ante lo que hacen los nuevos dirigentes, a los que por otro lado los ciudadanos no podemos abandonar toda la responsabilidad ni esperar a que nos resuelvan la vida, como tenemos por costumbre. Hay que exigirles. Y ser conscientes de que cada uno de nosotros tiene su parte de responsabilidad. Esa tarea debe asumirla cada cual en su ámbito, en su espacio, en casa, en el trabajo, con el fin de que, entre todos, salgamos cuanto antes de esta crisis.

Con producción de su hija Shalee, acaba de presentar un álbum que desde el título ("Amolap") implica un giro de 360 grados en carrera. En él versiona sus temas de siempre con un toque dance y electrónico. ¿El trabajo en común con su hija le ha ayudado a reinventarse?

Ha sido una gozada. Shalee sabe mucho de música y yo venía rondándola para llevar a cabo este proyecto. De hecho, mientras pensaba en esta "My Fair Lady", me planteaba también meterme en su estudio de Los Ángeles para hacer música electrónica. Con dos narices. Grabar un disco para una discográfica es algo a lo que ya estaba demasiado acostumbrada y que de algún modo suponía recorrer un itinerario ya conocido; en cambio, con este tipo de trabajo no solo asumes un riesgo sino que además eres tú quien mueve ficha. Ha sido un reto precioso: he recuperado registros de mi voz que había perdido hace mucho tiempo, he sentido cómo mis canciones evolucionaban en una nueva dirección y, además, me he dado el gusto de revolucionar el mercado con una propuesta diferente. ¿Ha chocado? Por supuesto. Pero nunca es tarde para romper.