Los miembros de la generación narrativa canaria de los setenta fuimos testigos agradecidos de la generosidad de los «fetasianos», disfrutamos de su fácil abordaje, de su antiacademicismo, de su robinsonismo, de su ausencia de vedettismo intelectual, y constatamos además su disimulado compromiso político, cierta inercia ideológica, producto tal vez del silencio y la censura impuestos por los años de dictadura franquista...

También es verdad que, en el trato personal que sostuvimos con la generación surrealista anterior, percibimos por parte de los miembros de esta cierta falta de respeto por los «fetasianos», una mirada por encima del hombro parecida a la que mantuvieron esos mismos surrealistas con la generación regionalista anterior.

El trato personal ahorraba muchas pesquisas intelectuales a la hora de saber qué opinaban los unos de los otros. Uno conocía directamente las filias y las fobias, los respetos y los desprecios.

os surrealistas acusaban a los «fetasianos» de parecidos pecados capitales de los adjudicados a los regionalistas en su día, de cierta condescendencia con lo local que los bretonianos repugnaban más por pose que por verdadera convicción, cuando no los acusaban de defender metafísicas vacías, abstracciones baratas, «algo de rabiosa tomadura de pelo», como terció en su momento, en esa misma línea, uis Alemany («a narrativa canaria de posguerra», en Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, septiembre de 1975, número 303).

Es decir, entre todas esas generaciones se dieron confluencias y divergencias casi siempre sanas, pero es bueno saber que las motivaciones estéticas y éticas de esos colectivos eran distintas y propiciaban celos y recelos evidentes, sobre todo en el trato directo que se dispensaban, o que nos dispensábamos, no tanto en los testimonios escritos que han quedado de esas relaciones entre unos y otros.

os surrealistas eran mucho más guerreros y provocadores que los «fetasianos», gente esta última discreta y muy metida en sí misma.

A pesar de no cerrar un contrato blindado con Andrè Breton en su momento, Westerdahl y Pérez Minik, en especial, sí participaron de algunas actitudes dogmáticas e intransigentes del capo francés, actitudes que, en cualquiera de los casos, siempre fueron un sano revulsivo para los foros de discusión insulares que luego todos protagonizábamos entre sí.

os miembros de la «generación de los 70» teníamos a nuestra disposición todos estos argumentos dialécticos y nos formamos y deformamos en ellos, junto a ellos y contra ellos, en unos años que el régimen imperante generaba fraternidades cómplices y tácitas afinidades políticas.

o que sí está claro es que, en toda esta feria de vanidades, dos títulos como Fetasa y Mararía figuraban como referentes insoslayables cuando nos disponíamos a escribir nuestras primeras novelas o nuestros primeros cuentos en esos años setenta que han terminado por caracterizar nuestra contribución a la historia literaria de las islas, aunque con posterioridad a esa década cada uno de nosotros haya seguido itinerarios distintos cuya revisión ya no es objeto de esta cita.

Con respecto a Fetasa, reproduzco algunas consideraciones crítica hechas por nosotros en su día. A nuestro entender es la única obra literaria de nuestras islas que ha sido capaz de propiciar una filosofía vital, una manera de ver, de entender y de estar en el Archipiélago. as criaturas de Isaac de Vega acogen el escepticismo como lema, la soledad como militancia y la fantasía como recurso. En el imaginario de Isaac de Vega gravitan dos preocupaciones medulares: el absurdo [no el sentido alegórico] de la existencia, leído en Kafka [o en la herencia de lo kafkiano vía Baroja], y la necesidad de superar los cauces reales, de urdir universos paralelos donde instalar sus feroces disecciones de nuestra desolación y de nuestro aislamiento, según recursos ya practicados por Agustín Espinosa en Crimen. A la miseria intelectual generada por la contienda civil española y por la Segunda Gran Guerra Mundial, los fetasianos añadieron una actitud hasta cierto punto reconocible en los modelos existencialistas de Sartre y de Camus [tal vez Nietzsche y Schopenhauer, como ha insistido Juan José Delgado], y un tratamiento de lo insular del que quedaba desterrado el realismo en beneficio de una decidida inclinación hacia lo mágico, lo metafísico, lo irracional.

o mágico, el lado extraordinario de lo común; lo mítico, la traducción simbólica de las reglas de juego ocultas de una comunidad, habitan Mararía, la novela más leída de nuestra literatura.

Fetasa y Mararía: dos lecciones que los miembros de la generación de los setenta no pudimos eludir, por las razones expuestas, a la hora de enfrentarnos al ejercicio de la narración.