Yo leía "Relato de un náufrago", una edición de bachillerato de "Don Quijote de la Mancha" o "La Regenta" cuando Isaac de Vega solo era un desconocido con el que me cruzaba de vez en cuando en los dos pasillos de un supermercado ubicado al lado de la casa de mis padres; uno de esos víveres que no sobrevivieron a los empujones que con el tiempo sufrieron por parte de las grandes superficies. Poco a poco, aquel señor de pelo gris y bigote frondoso fue despertando mi curiosidad vecinal; no mi apetito lector. Por aquel entonces yo andaba liado con "Pedro Páramo", "Cien años de soledad" y empezaba a descubrir que no todos los rusos se dedicaban a hacer algo que llamaban la "Guerra Fría". Isaac de Vega siguió yendo a la venta hasta que un día colgaron un cartel de cese de actividad.

Aquel extraño vecino, con el que mantuve algún que otro duelo visual del que siempre salí derrotado por la profundidad de su mirada -oculta muchas veces por unas gruesas gafas de sol-, calentaba sus huesos sentado en uno de los bancos de la antigua plaza de La Milagrosa. Allí repasaba unos libros que tenían unas carátulas toscas (grises y marrones) y de los que sobresalían unos trozos de papel. Mi pregunta, entonces, fue a qué se dedicaba ese señor. No paré hasta que un día alguien me dijo que era un escritor o un poeta, no sé exactamente el término que empleó... Uno de mis vecinos era escritor y yo no me había enterado. Mi primer "encuentro" con él llegó a través de "Pulsatila", y debo confesar que me descolocó. Aun sí, el ignorante lector que aún llevo dentro (si lo comparamos con las firmas de la parte superior) le dio una segunda oportunidad a "Fetasa". ¡Por dios! Nunca me alegré tanto de recuperar a un autor que siguió siendo el vecino con el que me cruzaba cuando me mandaban a la compra.