La malintencionada idea posmoderna de que el arte debe estar ligado al arte en sí mismo y por tanto alejado de la vida real y de la reflexión política ha acabado por implantarse lamentablemente como norma general de nuestra profesión, y el mínimo roce con la aplastante realidad que nos rodea es tachado inmediatamente de arte panfletario. Esta paradoja ha conseguido hacer creer que el teatro político es solo aquel que mantiene una actitud crítica ante la realidad del mundo. Teatro de izquierdas, suele decirse. Pero ante esta concepción hay que dejar bien claro que no existe arte que no sea político. Por eso es desacertado afirmar que el arte y la política puedan separarse.

Todo arte es político en la medida en que se cuestiona la vida de la polis, de la sociedad. El teatro está vinculado directamente con el desarrollo de la comunidad que lo ha visto nacer, manifestándose según las condiciones económicas, sociales, culturales o geográficas de esa sociedad. Pero el teatro es político también porque cada propuesta escénica pretende afirmarse ante la realidad del mundo, y así emitir un juicio -negativo o positivo, da igual- sobre ese mundo. Interpretar es precisamente eso: hacer un juicio de la inminente realidad. Y es político, también, porque tiene el poder de reunir a la masa en torno a una representación, por su poder de convocatoria.

Por eso no es condición particular que el teatro sea político. Un teatro que hiciera apología a la violencia contra las mujeres, que ensalzara las virtudes del homófobo, o que denigrara a la cultura negra, sería también un teatro político. Teatro de carácter reaccionario y fascista, pero teatro con una ideología política definida. Y por tanto, teatro político, a fin de cuentas.

De igual modo, un teatro que se aleja de la realidad, que se empecina en descubrir el sexo de los ángeles, es un teatro que se evade de su función social y que objetivamente está ayudando al mundo a mantener sus estructuras de poder, su injusticia social y su inmoralidad. Ese teatro evasivo, que no refleja más que ciertas inquietudes estéticas a lo sumo, es también teatro político nos guste o no.

Lo que cabe plantearse entonces sobre la cualidad política del teatro es a qué intereses obedece el tipo de arte que hacemos. Para ello es fundamental tener conciencia del papel que representamos dentro del mundo y de la sociedad, porque uno de los principales errores que suele cometer nuestra profesión es el de no considerarse clase obrera que comparte intereses con el resto de los trabajadores y trabajadoras de otros sectores de la producción. El concepto de "artista" parece no querer ligarse definitivamente al mundo laboral. Y esta indefinición de nuestra profesión ha terminado por desclasarnos completamente; es decir: por no reconocernos como miembros legítimos de la clase trabajadora, consiguiendo así desvincular nuestro trabajo de la realidad social del mundo.

Y desligarse del mundo, en las condiciones actuales de vida marcadas por una enorme violencia social y medioambiental, es también un acto político.