Hace más de cien años, comenzó un movimiento cívico estético, llamado City Beautiful en Estados Unidos que profesaba la teoría de que los grandes edificios públicos, los auditorios, las grandes iglesias, podrían inspirarnos, si eran construidos con belleza, y ayudarnos a ser mejores ciudadanos.

El movimiento fue desacreditado desde el principio, e incluso considerado, en algunos círculos, como sectario, pero creo que hay algo bueno en esa expresión, City Beautiful, la idea de crear espacios que despierten un orgullo cívico. Y a pesar de las voces críticas fue tomando fuerza en las democracias occidentales durante casi todo el siglo XX, especialmente tras finalizar la II Guerra Mundial. Este movimiento fue en nuestra España democrática, durante años, sin saberlo, y sin denominarlo así, una de las constantes en todas las políticas públicas que pretendían hacer mejores ciudades encargando los mejores edificios posibles a los mejores arquitectos.

Desde la década pasada, cuando empezó la crisis económica, sin embargo, parece como si la gran arquitectura cívica se hubiera convertido en una vergüenza. Se desprecia a las grandes obras arquitectónicas que se encargaron entonces, en los 80 y 90 fundamentalmente y se opta por volver a la vulgaridad de edificios que difícilmente podrían inspirar a nadie ningún gran pensamiento cívico.

Traigo esto a colación pensando en Frank Gehry, en sus palabras durante la rueda de prensa previa a su premio Príncipe de Asturias y en lo que ha supuesto el Guggenheim para Bilbao. Cuando los políticos de Bilbao reclutaron a Gehry para su museo le dijeron que no solo querían un museo sino que querían que les ayudara a salvar (y reflotar) la imagen de la ciudad de Bilbao.

Aquellos políticos le dijeron algo así, "Señor Gehry, estamos perdiendo población, estamos perdiendo industria, estamos perdiendo comercio. Tenemos que darle la vuelta, y creemos que la arquitectura puede hacerlo ". Frank Gehry les dijo que los milagros no eran fáciles pero que si todos trabajaban coordinadamente por un objetivo común y seguían una estrategia hasta el final lo conseguirían. Y lo consiguieron. Ya han pasado casi 20 años desde que se inauguró el Museo Guggenheim de Bilbao y consiguieron poner a la ciudad en el mapa turístico mundial. Recuerdo entonces, cuando yo era Consejera del Cabildo de Tenerife, y estaba decidida a crear un museo dedicado a Oscar Domínguez en la isla, que seguí la polémica que en el País Vasco se desató en los primeros años 90 a raíz del alto coste que suponía el edificio de Gehry. Los artistas bramaban pidiendo justicia, para qué iba a servir semejante gasto en lugar de utilizar todo aquel dinero en el arte local. Ahora está muy claro para que sirvió. Y sigue sirviendo.

Bilbao se llenó de turismo, y los turistas trajeron sus euros con ellos. Entonces los Bilbaínos, y el mundo, comenzaron a pensar mejor sobre su propia ciudad, Bilbao. Incluso hay un nombre para esto, se le llama "el efecto Bilbao", o a veces "el efecto Guggenheim".

Incluso el Financial Times tuvo que ver con lo que allí ocurrió y publicó que el renacimiento económico de Bilbao había sido "tan dramático que se ha convertido en un caso de estudio para la regeneración de otros centros urbanos que luchan con industrias moribundas y zonas degradadas."

Hubo una cuestión que en Bilbao funcionó mucho mejor que en otros lugares donde también se utilizó la arquitectura contemporánea para revitalizar ciudades, y eso fue el marketing que la propia organización Guggenheim utilizó. No solo era un bellísimo edificio de Gehry, sino que era el primer Guggenheim que salía de Nueva York y la Fundación que le da nombre gastó unos 800 millones de pesetas (moneda de aquella época, equivalente a unos casi 5 millones de euros de hoy en día) en marketing. Querían que todo lo mundo conociera el Guggenheim y lo lograron. No solo era el edificio, también era el contenido, eran los invitados, el ruido mediático, el aprovechar al máximo la oportunidad. Aún recuerdo la fiesta de inauguración, a la que asistí con Gonzalo Angulo y Martín Chirino, al borde de la iluminada ría del Nervión, soñando con lo que se podríamos hacer en Tenerife. Años después llegó la apertura del Auditorio de Calatrava y la apertura del TEA de Herzog & de Meuron y no se gastó ni un euro en Marketing. En la inauguración del Magma lo hicimos un poco mejor y vinieron los Reyes pero poco más. Cuando llegan visitantes a Tenerife y, por ejemplo, recorren el TEA, se quedan maravillados y preguntan por qué no lo damos más a conocer. Yo me pregunto lo mismo. Supongo que no teníamos la maquinaria del Guggenheim detrás, entre otras cosas que aún debo callar. Lo que sí afirmo es que la arquitectura contemporánea de calidad puede ser el mejor marketing para una ciudad o una isla y puede ayudar a su economía si se sabe vender bien.