La tarde de Lisboa llega envuelta en la humedad que trae el Tajo. Por el reloj pasan unos minutos de las cinco de la tarde. En el interior del pabellón Meo Arena se viven los momentos previos a la función de las nueve, la que abre la gira en la capital portuguesa.

Por un dédalo de pasillos, la responsable de prensa, la canadiense Jessica Lebouef, nos "viste" con un disco adhesivo, santo y seña para discurrir libremente.

Mientras dura la espera por los personajes designados para las entrevistas, los acróbatas, acaso mejor decir los gimnastas, se afanan en sus ejercicios.

El telón separa dos mundos; de una parte, un escenario en aquella hora vacío y casi mudo; de la otra, la zona de las bambalinas, más parecida a un área de entrenamiento para una prueba de primer nivel -diría hasta de Olimpiadas- que el espacio dedicado al calentamiento de actores. Sobre un tatami se mezclan lanzamientos de aros aéreos, pirámides humanas, saltos mortales, ejercicios de estiramiento y contorsiones impensables, cuerdas y diábolos, pelotas para el malabarismo, pesas y diferentes aparatos para el equilibrio...

Cada uno de los números requiere una mecánica de repetición y una enorme precisión en sus ejecuciones. No existe red de emergencia y cualquier error significaría un desenlace prácticamente mortal.

Eso sí, no hay olor de animales ni restalla ningún látigo.