Mil quinientos kilómetros es la distancia que recorrí entre Sídney y Melbourne. Por el interior la distancia es menor, pero la ruta por la costa te lleva por parajes de ensueño. El tiempo no ayudó en los primeros compases del viaje: la lluvia y el viento hacían que el día fuera desapacible, sin embargo el mar estaba espectacular, grandes olas rompían contra las rocas, el agua se revolvía sobre sí misma y golpeaba una y otra vez los acantilados, las playas vacías y grises recibían andanada tras andanada. Quizás, el sol y un cielo azul hubieran hecho más agradable el día, pero no más bello.

Con este tiempo llegué a Potato Point: a sus playas y al parque natural que rodea el pueblo de 136 habitantes. Preparaba el paraguas para salir del coche y al asomarme a la ventana allí estaba, masticando una rama un canguro me miraba, bajé la ventanilla y el canguro seguía mirándome con cara de no entender qué hacia un tipo allí en mitad de la nada con la que estaba cayendo. Bajé del coche y sin abrir el paraguas permanecí unos minutos mirando al canguro, este acabó lo que se estaba comiendo, me miró y se fue saltando entre unos eucaliptos... Gracias a la lluvia volví a la realidad. ¡Estaba empapado¡ Abrí el paraguas y recorrí los pocos metros que me separaban de la costa. El mar estaba encabritado. Parecía una gigantesca batidora, y allí estaba yo, en Potato Point, en Australia, viendo el tormentoso mar de Tasmania, después de haber visto mi primer canguro salvaje... y me sentí muy feliz.

El viaje por la costa fue un auténtico espectáculo. Australia mostraba su poderío, su naturaleza, grandes bosques, lagos, inmensas praderas llenas de vacas y caballos. El mar de Tasmania siempre a mi izquierda ofreciéndome playas inmensas, acantilados, islotes aquí y allí. De repente, al tercer día la carretera empezó a ser más grande, a tener más carriles, más coches, más casas, lo urbano empezaba a ganar la batalla... Me acercaba a Melbourne.

Era viernes noche y buscábamos un lugar donde tomar una copa en Melbourne. Jesús nos guiaba a mí y a mi amigo Alberto por Chinatown y de repente nos metió en un callejón. Un giro más y el callejón se hacía mas estrecho y más lúgubre. Al fondo, a unos 100 metros, una bombilla iluminaba levemente el final. El callejón estaba lleno de grafitis, oscuro y lloviendo el aspecto era siniestro y pensé en "Golpe en la pequeña China", aquella película de los años 80 dirigida por John Carpenter. Kurt Russell era el protagonista y luchaba en el Chinatown de San Francisco contra unos seres sobrenaturales llamados "Tormenta" y mientras me acercaba a esa bombilla que marcaba el final del camino pensé que en breve iban a aparecer orientales con poderes sobrenaturales y yo, que no tenía la fuerza y la destreza de Kurt Russell iba a sucumbir ante las fuerzas del mal... Como en toda película, el final feliz llegó cuando uno menos se lo espera. La bombilla dejaba ver una puerta y cruzándola se encontraba un precioso bar de copas, moderno, atrevido y, por qué no decirlo, un poquito cultureta. La lista de precios me sorprendió, no por lo cara (que lo era), sino por la presencia de un viejo conocido. Entre los espirituosos, las ginebras "premium" y las bebidas más de moda el bar ofrecía chupitos... de anís del mono.

Melbourne está llena de callejones, la ciudad se concibió con una red principal de calles: espaciosas, luminosas, comerciales y la trasera de los edificios serían unos callejones de servicio, estrechos y sumidos en una constante penumbra, tanto de día como de noche. En algún momento alguien empezó a pintar grafitis, y poco a poco los callejones eran pequeñas obras de arte. El Ayuntamiento (para variar) decidió que aquello también era Melbourne y preservó los grafitis, algún empresario pensó que los viejos sótanos y almacenes de los callejones podían ser restaurantes, bares, discotecas, salas de exposiciones y esas humildes callejuelas pasaron a ser protagonistas de la vida social y cultural: el corazón de Melbourne. Supongo que ese espíritu transgresor se trasladó a la ciudad entera, Melbourne emana esa ruptura, esa modernidad, ese desenfado. Por todas partes hay diseño, innovación, cada puente que cruza el río Yarra tiene un planteamiento diferente, los restaurantes se retan unos a otros en atrevimiento en su concepto, en su decoración. Melbourne bulle de vida social, de cultura de transgresión.

La siguiente etapa de mi vuelta al mundo me llevaba a Dubái con escala en Brunéi, mientras esperaba en el aeropuerto para embarcar pensaba en Sídney y Melbourne. Esas ciudades que desde siempre han pugnado por ser la ciudad de referencia en Australia. Como la rivalidad de dos hermanos, queriendo sobresalir, ser el mejor, pero afortunadamente para los padres, los hijos no son mejores o peores, sino diferentes. Sídney es el hermano aplicado, bien vestido, con la camisa perfectamente planchada, el que fue a estudiar a la mejor universidad, sacó muy buenas notas y pronto encontró trabajo en una multinacional... Melbourne nunca acabó la universidad, siempre fue a todas partes en bicicleta, lleva vaqueros rotos, camiseta y toca en una banda de rock o escribe o actúa o pinta.. o todo junto. Melbourne es el hermano bohemio.