La llegada al aeropuerto de Dubái fue un poco movida. Eran las doce de la noche, venía de hacerme 16 horas de vuelo con escala incluida en Brunéi y tenía ganas de pillar una cama y dormir.

En el control de pasaportes de Dubái no te encuentras el típico policía, sino unos tipos ataviados con túnicas y unas funcionarias vestidas de negro de los pies a la cabeza. El primer funcionario miró mi pasaporte y mi cara repetidas veces y no le convenció, pasó el pasaporte a su compañero y este a su vez se lo dio a la enlutada funcionaria: "¿Este del pasaporte eres tú?", me preguntó en un correcto inglés. Bien es verdad que en la foto del pasaporte tengo más barba y el pelo más largo, todo el mundo hacía bromas en Madrid diciendo que con ese aspecto parecía un talibán. Pues bien, los agentes aduaneros de medio mundo habían aceptado esa foto sin rechistar. Sin embargo, la amable agente aduanera dubaití rechazó mi identidad, redactó una nota en un trozo de papel y me devolvió el pasaporte con la nota diciéndome que volviera para atrás.

Volví sobre mis pasos sin tener muy claro qué debía hacer, tenía mi pasaporte y una nota en árabe. Pregunté a un policía que dormitaba haciendo que vigilaba a los allí presentes, leyó la nota y me indicó una puerta. Una vez pasada la puerta me encontré en una sala con unas sillas llenas de gente esperando y al fondo un mostrador con dos colas, esperé mi turno y le entregué a un bigotudo policía (este sí iba con uniforme) mi pasaporte y la nota. Leyó la nota cuidadosamente y me miró. Yo no tenía ni idea de lo que decía la nota, así que le aguanté la mirada serio... Dudó un segundo, miró otra vez el pasaporte, cogió un sello y me lo estampó en el pasaporte con un gesto cansado... Supongo que no le importaba mucho que yo fuera o no el de la foto.

Yo estaba en Dubái porque seis meses antes en la madrileña calle Mayor vi pasar a una chica y rápidamente la reconocí. Era Esther, mi compañera de instituto 25 años atrás. No la había vuelto a ver, pero era ella, la llamé y me reconoció de inmediato. Sabía por amigos que se había casado con Miguel, otro compañero de instituto. Charlamos y me contó que ahora vivían en Dubái y me invitó a visitarles. Seis meses después de ver a Esther y veinticinco años después de ver por última vez a Miguel me presentaba en su casa de Dubái a las dos de la madrugada.

Dubái es un país desconcertante, por donde mires ves edificios impresionantes, rascacielos aquí y allí, el metro es limpio, fresco y puedes elegir tres tipos de vagones: primera clase, vagón solo para mujeres (con rótulos en rosa) o el normal.

Hay playas públicas y privadas. Puedes pasear por un paseo marítimo rodeado de lujo y glamour o coger un pequeño ferry que te cruza el canal por menos de medio euro, abarrotado con los trabajadores de India, Paquistán o de donde sea, que vienen a hacer los trabajos que nadie quiere hacer. Aquí está el mall más grande del mundo, dentro de él puedes visitar un inmenso acuario, comprar en las tiendas más lujosas o comer en los mejores restaurantes, lo que no puedes es tener gestos de cariño con nadie: esto es, besar y abrazar están prohibidos y así te lo hacen saber con carteles y rótulos... Yo andaba solo por el mall sin nadie a quien abrazar o besar y eso no es muy reconfortante, pero pensé que es peor no poder hacerlo por imperativo legal.

Esther, Miguel y el pequeño Javi me acogieron de manera excepcional. Puede que no se pueda abrazar en público, pero su hospitalidad la sentí como un gran abrazo, de alguna manera nos saltamos la ley, pero no creo que nadie nos vaya a demandar. Una mañana nos dedicamos a montar en quad por el desierto.

Tenía razón Miguel en que no se puede ir a Dubái y no ver el desierto. La ciudad a base de dinero y desaladoras está llena de plantas, césped incluso, que a veces genera la ilusión de estar en algún lugar del mediterráneo, si no fuera por los 45 grados que evitan que se tenga la tentación de caminar mucho rato. Pero según dejas la ciudad, la arena vuelve a ser la reina del lugar, las dunas y los camellos cogen el protagonismo y esperas en cualquier momento que aparezca Lawrence de Arabia a lomos de su camello en lo alto de una duna.

Esther fue mi guía mientras visitamos la ciudad. Yo había oído hablar del Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo con sus 828 metros de altura, pero no estaba preparado para lo que esto significaba. Salimos de un centro comercial y me lo encontré delante de mí. Lo miré durante unos minutos y la verdad es que no tengo palabras para explicar lo que sentí.

Supongo que cuando alguien visitaba siglos atrás una catedral gótica debía tener la misma sensación que yo tenía. Estaba básicamente impactado, no entendía las dimensiones, la altura, todo era enorme, descomunal, sin sentido. Si subes se repiten las sensaciones, después de un minuto y medio te encuentras en el piso 148 a 555 metros de altura, la visión es parecida a la de un avión. Mientras miraba las vistas desde el edificio más alto del mundo, pensé en Tom Cruise, que rodó en este edificio "Misión imposible 4".

Tom Cruise no aceptó dobles, así que le sujetaron con mil cuerdas para poder rodar las secuencias de acción donde escalaba el edificio con unos guantes especiales. Seguro que en algún momento del rodaje Tom Cruise miraría esas vistas que ahora miraba yo y sentiría la misma sensación que yo estaba teniendo. Probablemente es absurdo, pero allí arriba sentí una sensación de soledad, una sensación de estar en un lugar único, diferente y allí me acorde de mis amigos, de mi familia y de mí, y la necesidad de ser lo más felices que podamos... Mientras bajaba decidí que el ascensor podía llevarme al suelo, pero que debía mantener mi deseos de felicidad siempre como en la planta 148 del Burj Khalifa, en el techo del mundo.