Protegida por seis músicos y vestida de rojo tinto, Dulce Pontes acometió anoche una hermosa y sentida "Peregrinaçäo" en la Sala Sinfónica del Auditorio de Tenerife, un viaje sonoro que tuvo algunas fases estelares. Algunas de ellas tardaron en llegar; se columpiaron en su garganta cuando la desesperación ya se había apoderado de una sala tomada por una clientela que premió generosamente la aparición más que esperada de "Canción de amor" o "Una lágrima". Un público que disfrutó con un mano a mano con Kepa Junkera.

Cálida y melancólica, racial y cercana, dominadora y tímida... Esos y otros antagonismos maduraron en el transcurso de un espectáculo en el que brilló el fado. La intérprete portuguesa se balanceó con brillantez por otros géneros universales, por eso que denominan "world music". Fusión en estado puro. Eso es lo que ocurre cuando en un escenario se juntan Pontes y Junkera. Y es que bajo una aparente sencillez crece una poderosa belleza atlántica que abandera una artista que dice estar tocada por la magia de la niña que aún habita en su interior.

Ese juego que Pontes propone en cada una de sus apariciones es lo que mantiene intactas las ganas por volver a encontrarse con una mujer que grita tristeza desde la poesía. La métrica que enjaula a los versos, salvo los que vuelan en libertad, procede del alma de una solista que ha convertido el oficio de cantar en una reválida que aprueba una y otra vez con matrícula de honor. Desde la grada parece que lo suyo es natural, pero ese talento no alcanza los niveles de perfección si no se ama con la intensidad con la que Dulce Pontes reivindica unas raíces que defiende desde el respeto. "Es la música la que me mueve mi carrera". Ese es el secreto que anoche volvió a certificar la artista lusa en su regreso a la capital tinerfeña.